Capítulo 9

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Dave ahogó a duras penas la risa. Silbando una alegre melodía, se mostró de pronto muy

ocupado en buscar la correa de Kane, cuando el perro saltó junto a la puerta.

Lucero no iba a ser vencida con facilidad.

—Dave — dijo con énfasis para que todos la oyeran — no va a estar aquí siempre. En

cuanto a Kane, si se porta bien en la casa, puede venir con nosotros.

—Oh, se portará bien — sonrió Fernando. Encontró la puerta corrediza sin dificultad y la

abrió para ella. Se detuvo en la terraza para ponerse la camisa, que se ceñía al cuerpo, y

su sonrisa se hizo más amplia cuando sacó la cabeza por la abertura sin mover sus

gafas. Era como si supiera que ella lo estaba observando.

—Después de ti — dijo con suavidad.

Fueron contando en silencio cada paso, durante todo el camino. Un buen método para

evitar la conversación. A Lucero le bastó una mirada a la sonrisa presuntuosa de

Fernando, para decidir que había palabras que tenían que decirse; límites que tenían que

marcarse.

Fernando se pasó la correa a la otra mano, para que Kane quedara en el lado de afuera y

tomó el brazo de ella de forma casual. Iba silbando la misma melodía que silbaba su

hermano.

La tensión aumentó con cada paso. La sensación de sus dedos hizo que ella percibiera

la suavidad de su propia piel. ¿Desde cuándo se había vuelto tan sensitivo el interior de

su codo? Para cuando llegaron a su casa, sentía el estómago vacío.

—Concentrémonos en la tarea inmediata — sugirió ella. Ese le pareció un camino a

prueba de errores—. Necesitas aprender primero a manejar un abrelatas.

—¿No vamos a hacer un recorrido por la casa?

—Oh, por supuesto.

El tenía razón. Ella había estado tan ansiosa de lanzarse a una lección real, que no había

pensado en eso. ¡Y esa sonrisa! Si él creía que estaba llegando a ella, que lo creyera. Si

el tacto de él la tenía realmente imaginando cómo mostrarle el dormitorio, en lugar de la

sala...

—¡Abrelatas! Tienes que...

—Aprender todas esas cosas. Lo sé, pero, nena... — se echó a reír con suavidad— ni

siquiera sé dónde diablos estoy todavía.

Ella se ruborizó. Los hombres nunca la llamaban nena. Y si lo hicieran, estaba segura de

que no le produciría esa sensación seductora, extrañamente consoladora.

—Estamos en la sala. Hay una chimenea en la pared de la derecha, con un agrupamiento

de muebles frente a ella. No he reorganizado nada para ti. Está como siempre y así se va

a quedar.

—¿Tú crees?

Ella no hizo caso del tono insinuante y burlón de su pregunta.

—Si damos la vuelta a la izquierda aquí, entraremos directamente a la cocina. Puedes

Siénteme (Lucero y Fernando Colunga)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora