Capítulo 36 (Final)

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El crepúsculo era un brillante panorama rojo salpicado de naranja. Una forma avanzaba

por la playa hacia él. Fernando se armó de valor. No quería discutir con ella, sólo quería

mirarla. Lucero no iba a discutir. Ella había recibido la explicación que necesitaba. Lejos

de proporcionarle paz, saber la verdad había dejado sus sentimientos tan agitados como

un mar encrespado.

—Dave me llamó por teléfono.

—¿Qué dices? — preguntó Fernando con voz aguda. — Dice que necesitas ir a Ann

Arbor y que él no puede llevarte. Me pidió que lo hiciera yo.

Fernando no dijo nada. Su expresión inescrutable permanecía firme. Ella hubiera querido

arrancarle las gafas oscuras. — No querías que lo supiera, ¿verdad?

—Tenía que obligarte a dejarme. Si esta operación falla, no tengo nada que ofrecerte.

—Debías habérmelo dicho. — ¿Para que continuaras a mi lado? ¿Por compasión? —

¿Cuándo he hecho tal cosa? Tú decidiste lo que podía soportar y lo que considerabas

que era demasiado para pedírmelo, pero, ¿acaso me lo preguntaste alguna vez? — se

retiró el pelo de la cara y esperó un poco hasta que la angustia desapareciera de su voz.

Fernando estaba sufriendo un dolor intenso, un dolor emocional, pero no menos real, y

se obstinaba en soportarlo solo—. Fernando, por favor.

Ella trató de tocarle la mejilla. El retrocedió como si hubiera recibido una bofetada.

—Mira, Lucero. Esto es exactamente lo que quería evitar. Te hiere hasta saberlo y yo no

quería que sufrieras. — Así que ibas a guardártelo. — Si.

—¿Nunca se te ha ocurrido lo egoísta que es eso? Tú me apartas de tu vida cada vez que

insistes en estar solo.

¿Solo? Era imposible. Ella estaba siempre dentro de él, exactamente en su corazón,

como en esos momentos.

—Tú sólo me dejas compartir los buenos momentos — protestó Lucero—. Cuando llegó

el momento más importante de tu vida, no me permitiste ni si— quiera que me

preocupara.

—Tal vez tenía más miedo de herirte que de perderte.

—¿Por qué? — gritó ella—. Te amo. Te amaba cuando estabas ciego, cuando no había

garantías...

—Pero yo tenía fe en esa garantía, la tenía en que me pondría bien. Tenía que hacerlo.

Esta vez no estoy tan seguro.

—¿Crees que te dejarla de amar?

El tardó tanto tiempo en contestar, que Lucero pensó que no la había oído. Entonces

habló, dirigiéndose más hacia las olas que hacia ella.

—Me temo que te alejaría. Me puedo volver tan gruñón como un oso.

Ella se enjugó rápidamente las lágrimas de las mejillas.

—Te he soportado gruñón.

—Y frustrado, inseguro y hasta cruel. No quiero exponerte a eso otra vez.

Siénteme (Lucero y Fernando Colunga)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora