Chapitre quinze

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1 Octubre, 1923
France

La cortina se abrió de golpe, mostrándonos a Béa y a mí. O más bien, a Anaïsse y Juliette. Tanto ella como yo llevábamos únicamente un corsé, unas medias hasta la mitad de nuestros muslos, sujetadas con un liguero; y unas bragas. Aquel era el número estrella del cabaret, en el que "las dos joyas más brillantes" se lucían; o al menos así nos introducían.

Yo sentía que aquello que hacíamos no era correcto, sin embargo, ganábamos bastante dinero. Estaba claro que aquello era lo que necesitaba hacer: todo el mundo me había dado la espalda, excepto Béa; y aunque le contara a Béa lo que había pasado, sabía que ella me apoyaría de todos modos. Tanto ella como la gente del cabaret me habían demostrado ser mucho mejor personas que cualquier buen cristiano que hubiera conocido antes. No me juzgaban, ni querían saber cada detalle de mi vida, tan solo se mantenían al margen de lo que hacía o había hecho, y eran simpáticos conmigo. Por eso me caían bien. Excepto el maestro de ceremonias, aquel hombre tan solo era un pervertido que aprovechaba la más mínima ocasión para poner sus manos sobre cualquiera, hombre o mujer.

Además, otra ventaja de trabajar allí, era que estaba tan nerviosa tanto cuando ensayábamos nuestros números, como cuando los representábamos, que en mi cabeza no quedaba demasiado espacio para pensar en Harry. Y aquello era bueno. Cuanto menos pensara en él, mejor.

Cuando terminamos de cantar Mon Homme, Béa y yo fuimos hacia su camerino, el cuál compartíamos; y cubrimos nuestros cuerpos con aquellas finas batas de seda. Tan solo minutos después, varios ramos de flores con tarjetas escritas a mano, que contenían mensajes indecentes, llegaron a manos de Elliott. Béa, encantada con aquella atención, fue hacia Elliott, mirando los ramos más grandes.

— ¿Cuáles son los míos? – preguntó emocionada.

— Sólo estos dos, Anaïsse – le respondió el hombre, dándole dos ramos, uno bastante grande y otro más austero –. Esos hombres están volviéndose locos con Juliette – explicó, mientras se acercaba al tocador, dejando mis ramos sobre éste.

— ¡No entiendo por qué! – exclamó mi hermana, enfadada – ¡Yo soy la que les hace caso! ¡Yo soy la que les mantiene atendidos! ¡Tendrían que adorarme a mí!

— Creo que la virginidad de Juliette es lo que la hace tan deseable... o al menos para mí – explicó, sonriéndome levemente.

— No tengo ningún interés en ningún hombre... Absolutamente ninguno – dije seria, queriendo borrar cualquier idea de su cabeza –. Dales las gracias por las flores de mi parte... pero eso es todo.

— Por supuesto, Juliette.

— Ahora puedes retirarte... Anaïsse y yo nos tenemos que cambiar.

Elliott se mordió el labio y sonrió antes de salir de nuestro camerino, cerrando la puerta detrás de él. Béa se acercó al tocador con el ceño fruncido y empezó a leer las tarjetas de mis ramos de flores. Yo, sin embargo, empecé a cambiarme con mi ropa de calle. Queriendo deshacerme de aquel ajustado corsé y de aquellos molestos tacones cuanto antes.

— No entiendo por qué les gustas tanto... ¡yo soy más guapa!

— Estoy de acuerdo contigo, Béa – me encogí de hombros –. Tú eres más guapa que yo. Probablemente tendrías más admiradores que yo si no te hubieras acostado ya con la mayoría de ellos.

— ¡Pero ellos se morían por repetir conmigo! – bufó, dejándose caer sobre una de las sillas frente al tocador – Y ahora están loquitos por tus huesos.

— Pero solo porque soy la novedad, Béa. Pronto se cansarán de mí y volverán a estar locos por ti.

— ¿Eso crees?

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