Chapitre trente-quatre

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5 Août, 1925
France

Miré en el cuarto de mi hermana, asegurándome de que estaba completamente dormida. No quería que supiera que iba a salir, no quería que supiera a dónde iba. Si se ponía a preguntarme yo me pondría nerviosa y, si me inventaba alguna excusa, me delataría a mí misma. Por eso mismo había decidido despertar temprano, sabiendo que haría tan solo unas pocas horas que ella se habría acostado. Su habitación olía a perfume, tabaco y alcohol. Cerré la puerta con cuidado para no despertarla. Luego volví a mi habitación, agarrando un fino pañuelo de seda que puse alrededor de mi cabeza, envolviéndolo también alrededor de mi cuello, haciendo que el pañuelo cubriera mi cabello rojo, permitiéndome ir algo de incógnito. Luego agarré mi bolso y salí a la calle, poniéndome en camino a un lugar en concreto: el Convento des Charmes Dechausses.

Una vez llegué al lugar, que conocía como la palma de mi mano, me escabullí por los pasillos, evitando ser vista. Miré la hora en el reloj del pasillo, sabiendo que siendo tan temprano, las hermanas estarían en la capilla, haciendo sus rezos antes de la misa. Así que fui hasta una de las celdas y entré en ésta. El lugar estaba impecable, como siempre. La cama estaba hecha, no había nada fuera de lugar. Parecía que nadie hubiera vivido allí, nunca. Sin embargo aquella celda había pertenecido a la Hermana Droit por años. Fui a sentarme en la silla que había frente al tocador, queriendo esperar a la hermana allí. Vi que sobre el tocador había un camisón que la Hermana había empezado a remendar, pero no había terminado. Así que agarré la prenda, y la aguja e hilo que había junto a ésta, y me puse a seguir el delicado remiendo. Cuando ya estaba terminando, escuché como la puerta se habría, y un sonido de sorpresa provenía de ahí.

— ¿Disculpe? ¿Puedo ayudarle? – escuché la voz de la Hermana Droit a mi espalda. Yo me giré mientras me quitaba el pañuelo de la cabeza, haciendo que ella sonriera – ¡Chloé! ¡No te había reconocido! – exclamó, cerrando la puerta y acercándose a darme un abrazo – Pero mírate... estás tan grande, te ves tan sana... – contempló, mirándome.

— Buenos días, Hermana Droit – sonreí –. Siento haber entrado en su celda sin permiso. Necesitaba hablar con usted.

— Por supuesto, Chloé. Mañana es tu boda, ¿verdad? Oh... es una pena que el Padre Poiré no pueda estar ahí con vosotros. Sé que le habría hecho tan feliz.

— Sí... es realmente una pena... Era un buen hombre, le echo de menos.

— Todas aquí en el convento extrañamos al Padre – asintió, ofreciéndome sentarme de nuevo, así que volví a sentarme en la silla, mientras que ella acercaba otra silla que había en la esquina de la habitación para sentarse junto a mí –. ¿Estás ilusionada?

— Mucho – asentí, sin mentir –. Sin embargo, hay algo que me reconcome por dentro, Hermana.

— ¿De qué se trata?

— Es... – suspiré – Es el bebé que tuve.

— Entiendo – asintió ella –. ¿Qué es lo que te preocupa, Chloé?

— Yo... creo que me gustaría verle, Hermana.

— Chloé... no creo que sea una buena idea. Tu bebé fue adoptado tan solo un par de semanas después de que naciera. Ahora tiene una familia, que le quiere muchísimo – dijo, sujetando mis manos –. Tu presencia podría alterarle o alterar a sus padres.

— No tengo que hablar con él, ni siquiera con los padres. Solo quiero verle... aunque sea de lejos.

— ¿Estás segura, Chloé?

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