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—¿Pero, vosotros...? —pregunta Cosme mirándole fijamente. Luis da un trago a su copa para evitar contestar precipitadamente, cierra los ojos y se encoge de hombros disfrutando de la brisa nocturna que corre por la terraza.

—Se supone que yo no debería... —enmudece con el carraspeo del catalán.

—Vale, pues no es necesario —sentencia tras un suspiro— pero, entonces, entiendo aún mucho menos que esté así.

—Ni yo, Cosme. Esta semana parece que hayamos retrocedido unos veinte pasos y, por supuesto, no quiero presionarla pero no puedo evitar que me joda.

—Ha tenido que pasarle algo —asegura convencido el padre de la chica.

Han pasado siete días desde que a Aitana le dijeron que tenía un esguince leve y desde que entró a su habitación ha sido imposible sacarla de allí e, incluso, bastante complicado entrar a verla. Luis ha ido un par de veces al día para pasar tiempo con ella y la obligaba a comer lo que sus padres le preparaban.

Tan rara la siente que se ha reprimido a no volver a darle ni un solo beso ni comentar nada de lo que tuvieron el día de la caída. Ella, por su parte, lo ha agradecido porque por mucho que ponga la mejor de sus caras frente a él de la mente no ha podido sacarse las palabras de Vicente repitiéndose una y otra vez.

Carcomiéndola por dentro, consiguiendo que se las crea y tema hasta la médula.

Sus amigos también han intentado animarla durante la semana, asegurando que pronto estaría bien de nuevo y podría seguir disfrutando del verano. Ni a ellos, ni mucho menos a Luis, se ha atrevido a contarles la llamada que de alguna forma provocó la caída. Ni los mensajes y llamadas posteriores, diarias.

"Siempre puedes volver cuando se canse de ti" —Vicente.

"En cuanto te lo tires se dará cuenta de que se ha equivocado" —Vicente.

"Tú no sabes el daño que me estás haciendo con esto..." —Vicente.

Y esos, y más, se sumaban a los posteriores arrepentimientos absurdos e incoherentes que junto a las suplicas y chantaje emocional. Desde "Estaba borracho", pasando por "Ha sido un amigo", sin olvidar el clásico "Es que estoy desesperado". No han faltado tampoco las afirmaciones de no poder vivir sin ella o que la ansiedad le estaba matando.

A mitad de semana ya no pudo más y se atrevió a bloquearle de WhatsApp pero esa misma noche, a altas horas de la madrugada, su teléfono empezó a sonar. Lo ignoró las dos primeras veces por estar profundamente dormida pero en la tercera ocasión se despertó con la melodía incesante y contesto sin mirar.

—Hola, ¿qué tal? Te he echado de menos —lo más perturbador de la situación fue que por el tono de su voz, animado y despierto como si fueran las 6 de la tarde, nadie habría imaginado que llevaba media semana acosándola a mensajes.

— ¿Qué cojones te pasa en la cabeza? ¿Tú has visto la hora que es?

—Solo quería hablar contigo, te echo de menos y ni siquiera me has contado lo del esguince.

— ¿Y tú como sabes eso? —preguntó mosqueada.

—Sigo a tus amigos en Instagram.

—Vale, sí, estás enfermo —sentenció antes de colgar cagada por lo surrealista de la conversación. Confundida por su extraña actitud puso el móvil en silencio sin imaginarse que la cosa no acabaría ahí y a la mañana siguiente se enfrentaría a una situación igual de surrealista.

Amaia se presentó en su casa a primera hora para verla y, tras un rato de conversación tonta, entró al tema que llevaba mosqueándole desde la noche anterior.

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