Eclipse solar

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Helena era reconocida por tener los ojos más brillantes y con más vida de todo el pueblo, esos ojos le habían dado su nombre. Brillante y resplandeciente como un rayo de sol. Sin embargo se desgastaba sus ojos a diario admirándolo a él. Lo veía siempre, sonriendo como todas las mañanas, iluminando cada minuto de su vida. Desde su ventana podía verlo en todo momento, pasaba todo el día contemplándolo. Cuando se iba lo extrañaba y no podía esperar a que regresara. Los meses se iban volando y muchos le decían que se había enamorado, otros le decían que se había obsesionado. Simplemente era imposible dejar de observarlo, quería pasar el resto de su vida con él, recibiendo su luz y calor. Todas las noches soñaba que lo alcanzaba y que le hablaba, soñaba con el día en que él coincidiera en los sentimientos que ella guardaba por él.

Era un tranquilo pueblo, allí escasamente pasaba algo, no había mucho con lo que entretenerse por lo que Helena dejaba que su tiempo pasara viéndolo a él. Le gustaban sus brillantes brazos cargados de fuerza. Iba a ser medio día, su madre había salido a comprar algunos ingredientes para el almuerzo y ella estaba en la ventana, como de costumbre. Ese fue el día en que su sueño se hizo realidad, no tenia idea que sería la última vez que lo vería.

Que un resplandor naranja haría que ella pudiera alcanzarlo, sus ojos la llevarían hacia el universo donde él se encontraba, vería el último brillo que sus pupilas le permitirían y admiraría los últimos rayos de luz. Ese día él la abandonaría, la cambiaría por otra, ella se sentiría desilusionada. Nunca volvería a mirarla. El mundo se oscurecería por unas horas en las que ella lograría ver las chispas del recuerdo de él, le pediría que regresara, que le dirigiera la mirada otra vez pero cualquier ruego sería inútil. Se quedaría sola y sin consuelo.

Para cuando su madre llegó ya era demasiado tarde, ajena a lo que pasaba dejó las bolsas de compra en la cocina y llamó a su hija.

—Helenita, ya llegué. ¿Viste el eclipse? —no obtuvo ninguna respuesta así que volvió a llamar—. ¡Helena!

Aún sin respuesta, se preguntó dónde se habría metido su hija y se dispuso a ir al cuarto a buscarla. Mientras que, sola en su habitación, Helena solamente podía escuchar vagamente la voz de su madre, incapaz de responder. Se concentraba en no dejar escapar el único recuerdo iluminado que le quedaba, el único que la sacaba de esa oscuridad eterna en la que viviría por el resto de su vida ya que su vista se le había escapado de las manos sin que ella se percatara a tiempo. Allí se quedó, el tiempo congelado, tardó un rayo de luz en darse cuenta que el que más quería la había traicionado. Juró entonces vengarse de aquel que le había eclipsado el corazón y de aquella que se lo arrebató.

Trinos de atardecerDonde viven las historias. Descúbrelo ahora