Introducción

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Anxo estaba sentado en el sillón. Observaba la sala con los ojos bien abiertos, como si no quisiera perder detalle. La televisión estaba encendida. Siempre lo estaba. Su familia creía que ayudaba a mantenerlo entretenido. Sus nietos estaban poniendo la mesa. Olía a langostinos y a ajo, aunque Anxo apenas era capaz de percibirlo. Intentó levantarse, pero su hija Sofía se lo impidió rápidamente.

—Papá, espera aquí. La comida estará lista enseguida. 

En la televisión, aparecieron las imágenes de un tren descarrilado en la India. Una suave brisa entró por la ventana y ondeó la cortina amarilla por delante de la pantalla. El calor hacía sudar al anciano, que intentó volver a ponerse en pie.

—¡Papá! ¿Qué te acabo de decir? Será un momento.

Sofía caminó hacia el pasillo. Por el camino se cruzó con Rosa, su hija y nieta de Anxo, y susurró:

—Cada vez está peor.

Anxo lo escuchó, no estaba sordo, pero la demencia le impidió ofenderse. Lo que hace la edad con los mayores es una crueldad. 

Efectivamente, la comida no tardó en estar lista. Toda la familia se sentó alrededor de la mesa y Sofía fue a buscar a su padre para ayudarlo a ponerse en pie. Caminaron hasta la mesa, y entonces lo sentó en la silla contigua a la suya. Él era incapaz de comer por su cuenta y tenía que meterle la comida en la boca. Le puso un babero y le cortó la comida en pedazos. 

—¡Ramón, deja ya la Nintendo!

Ramón dejó la consola sobre el sofá y se sentó frente a su bisabuelo de mala gana. Miró con repugnancia como su abuela le metía un pedazo de pan en la boca. Siempre había conocido así a su bisabuelo. En sus quince años de vida, Ramón nunca lo había visto como a una persona adulta. Lo percibía como a un bebé grande y arrugado. 

—Sírvete —le ordenó su madre.

Ramón suspiró y cogió un par de croquetas de la fuente. Cuando alzó la vista, esta vez era su bisabuelo quien lo estaba observando con la mirada fija. Sus ojos cansados lo vigilaban con una mezcla de amargura, tristeza y a la vez alegría. 

—¿Nos conocemos? —le preguntó.

Ramón ya estaba acostumbrado a aquella pregunta. Inspiró para recordarse que debía tener paciencia con él y respondió a su pregunta con una sonrisa forzada:

—Abuelo, soy Ramón, ¿no te acuerdas? Tu bisnieto.

—¿Bisnieto? Vaya, que viejo estoy...

El nieto se rio con la afirmación de su abuelo. La comida trascurrió calmadamente hasta que, tras los postres, los adultos se pusieron a jugar a las cartas. Ramón se levantó de la mesa sin pedir permiso y recuperó su partida de la Nintendo. Le molestaban los gritos de emoción de sus padres y abuelos. En su casa, las cartas eran un juego violento. Lograban sacar lo peor de la familia y aun así seguían jugando. 

En un momento dado, alzó la vista de su pantalla y se encontró con que su bisabuelo, a quien habían vuelto a sentar en el sillón, lo estaba mirando de nuevo. Sus ojos nublados y las arrugas que los rodeaban siempre lo habían hipnotizado. En cierta forma, le daban algo de miedo. Ramón no sabía como tratar a su bisabuelo, porque lo cierto es que apenas lo conocía.

—¿Cómo te llamas?

—Ramón —repitió.

Ramón volvió a mirar su consola, pero antes de que pudiese volver a sumergirse en el juego, su bisabuelo volvió a hablar:

—Me recuerdas a mí cuando era joven.

Ramón, irritado por ser incapaz de jugar en paz, echó la cabeza hacia atrás.

—¿Por qué no le prestas un poco de atención? —le sugirió su madre—. Seguro que aprendes cosas bastante más interesantes que con tu dichoso juego.

Ramón negó con la cabeza y volvió a mirar la pantalla. Creyó que su madre era una estúpida. ¿Qué podía tener aquel vejestorio que ni siquiera era capaz de recordar su nombre de interesante? Pero Anxo había entrado en uno de sus infrecuentes momentos de lucidez, e independientemente de no estar siendo escuchado, empezó a narrar su historia, las memorias de un anciano.

Memorias de un ancianoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora