Capítulo 20: Llorones

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Nos acercamos corriendo a aquel hombre, pero estaba más que muerto. Los peces o quizás las gaviotas habían devorado los ojos de aquel marinero ahogado.

Tanto María como yo sentimos unas náuseas incontrolables. Ella se agarró a mi brazo asustada.

Al hombre le faltaba un buen fragmento de la cara y de la mandíbula, probablemente de golpearse con las rocas. Tampoco tenía todos los dedos de las manos, por no hablar de que apestaba.

Pero entonces reconocí aquel abrigo.

—Dios mío, es Antonio...

—¿Y quién es Antonio? —Tembló.

—Un amigo de Prudencio. Tengo que ir a avisarlo. —Me eché a la carrera—. ¡Tú quédate aquí y vigila que no se lo coman más bichos!

—¡No, Anxo, no me dejes aquí!

Pero no le hice caso. Volví a los pocos minutos con Prudencio y con la mujer de aquel hombre.

—¡Oh, no! ¡No! —Se le rompió la voz y empezó a llorar con fuerza.

La gente al escucharla se acercó.

—¿Se habrá hundido su barco? —Temió una mujer mayor.

—Pobre Irene... —se lamentó una conocida.

—El mar es peligroso, ya se sabe. Por lo menos ha escupido a este pobre hombre que podrá ser enterrado —dijo un anciano.

Antonio era demasiado joven, aquellas muertes siempre eran las que más dolían.

Mi hermano le frotó la espalda a la viuda, intentando consolarla.

—¡Mirad, allí hay otro!

—¡Sí, es verdad!

Poco a poco me acerqué a las rocas que habían señalado los hombres y mujeres que allí estaban. Entonces una mujer reconoció al muerto, aunque para los demás hubiera sido del todo imposible por lo destrozado que estaba el cadáver, y empezó a correr hacia él.

—¡Fran, hijo mío! —gritó casi sin aliento—. ¿Por qué tú?

Al ver que los dos iban en el mismo barco, varios de los presentes corrieron a avisar a los familiares de aquellos que también podrían estar desaparecidos, o como los dos que acabábamos de encontrar, muertos.

En lo que duró la semana encontraron los cuerpos de cuatro de los siete que iban en el «Carmiña». No había habido tormenta, por lo que nadie pudo explicarse como aquellos siete, que tan bien conocían esta costa, pudieron golpear el barco contra las rocas.

Las mujeres de los aparecidos lloraban, pero las de los desaparecidos estaban destrozadas. No había cuerpo que enterrar y sobre el que llorar, solo un vacío en la cama matrimonial.

Aquello me marcó terriblemente. Se convirtió en mi pesadilla habitual. Soñaba que me caía al agua y mis pulmones empezaban a encharcarse sin remedio. Sentía que me ahogaba, pero entonces me golpeaba con una roca en la cabeza y me moría, agradecido de haber muerto del golpe y no ahogado. Entonces la espuma de mar se tragaba mi cuerpo y me quedaba atrapado entre las rocas, escondido de la vista de amigos y familiares. Y era cuando los cangrejos me arrancaban los ojos cuando me despertaba.

El mar, al que tanto tiempo había considerado mi mejor amigo, ahora era una amenaza. El mar daba comida, diversión y dinero, pero también te lo podía quitar todo de un solo golpe. Era demasiado poderoso para ser dominado por los humanos.

***

Varias semanas después, ya casi me había olvidado del horror de la cara de aquel chico, aunque seguía sintiendo un enorme respeto hacia el mar que a día de hoy todavía siento.

Memorias de un ancianoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora