Capítulo 4: De golpe

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—¡Anxo! —Prudencio casi se chocó conmigo al salir por la puerta cuando yo iba a entrar—. ¿¡Tú sabes dónde vive el doctor, verdad!?

Asentí. Entonces mi hermano tiró por mi brazo para que nos pusiéramos en marcha, pero antes de irme pude ver sobre la mesa de la cocina a mi hermano Xabier con la cabeza toda ensangrentada.

—¿¡Qué le ha pasado!? —le grité a Prudencio.
—¡Tú corre!

Yo no podía ir más rápido, mi hermano tenía seis años más que yo y prácticamente me arrastraba.

Cuando llegamos, llamó a la puerta con fuerza excesiva. El padre de María abrió la puerta y se produjo un choque de miradas de cabreo. Mi hermano empezó a explicarle lo que había ocurrido con Xabier, pero el señor Núñez no le hizo ningún caso, si no que se lanzó a por mí.

—¿¡Cómo te atreves a dejar sola a mi María en el monte, eres idiota o qué!? 

—Yo...

—¡¿Pero quiere hacerme caso?! —le espetó Prudencio—. ¡Mi hermano se muere!

—Busca otro médico.

Ya nos iba a cerrar la puerta en las narices pero mi hermano se lo impidió.

—¡Le debes dinero a mi padre!

—Si no vuelve de la guerra, no se lo tendré que devolver.

Yo temí que el doctor y el profesor tuvieran razón y mi padre no se hubiera ido de pesca.

—¡¿Cómo se atreve?!

Prudencio se dispuso a darle un puñetazo en el hígado, pero él solo tenía catorce años y aquel hombre era muy corpulento, así que paró el golpe y lo empujó al barro. Entonces cerró la puerta.

—¡Gilipollas! —le gritó lo más fuerte que pudo mi hermano.

Golpeó una piedra con rabia. Entonces cogió otra, y sin pensar en sus actos, le rompió una ventana al doctor.

—Vámonos —ordenó.

Fuimos a la casa del otro doctor, pero se había marchado a la guerra. Tuvimos que volver a casa con las manos vacías.

La señora Consuelo ya le había limpiado la sangre y le había cerrado la herida como había podido. Era una buena costurera y supo hacerle los puntos. Pero mi hermano no se despertaba ni se movía.

—Saltó al agua sin darse cuenta de que debajo había rocas —explicó un Brais muy entristecido—. Solo queríamos coger un pulpo que habíamos visto desde arriba.

Me fijé en que todavía estaban mojados por el baño. Brais habría tenido que hacer un esfuerzo bastante grande para sacarlo.

La otra mujer que estaba allí era Isabel, que también había intentado ayudar a mi hermano.

—¿Dónde está tu abuelo? —le preguntó a Prudencio.

—Ni idea. Creo que iba con mi abuela a ver al notario.

—Qué vergüenza, dejar solos a sus nietos... Consuelo, quizás deberíamos llevarlos al orfanato.

—¡No! —gritó Prudencio—. Padre volverá, lo sé.

—¿Y los vas a cuidar tú mientras? Ya se ve lo bien que lo haces —dijo señalando a Xabier.

Consuelo indicó a Isabel que se callara. Ella tampoco quería que nos fuéramos.

—Me quedaré yo con ellos, Isa, ya puedes irte.

—Cualquier cosa me vienes a buscar a la carnicería o a mi casa, ya sabes.

—Sí.

E Isabel se fue.

Consuelo acarició el pelo a mi hermano cariñosamente.

—Siempre pasan las peores cosas a los mejores.

Iago estaba sentado en una silla, parecía muy asustado. Fui junto a él y lo abracé.

***

Cuando nos fuimos a dormir, Consuelo se quedó allí con mi hermano. Aquella mujer debía ser un ángel. Siempre nos cuidaba tan bien como cuidaba a sus hijas. Nos trataba con el afecto maternal que tanto nos faltaba. Las cosas que hizo por nosotros en aquellos tiempos tan duros no tienen precio. Consuelo era amor puro.

Era muy tarde cuando mi hermano abrió los ojos. Consuelo vino a despertarnos. Todos nos alegramos mucho, pero pronto nos dimos cuenta de que algo iba mal. Xabi se señaló los oídos con preocupación y gritó que no escuchaba nada.

Hicimos que lo vieran varios médicos, pero nadie pudo hacer nada para curarle la sordera que había causado el golpe.

Aquello lo deprimió mucho. Estuvo días encerrado en casa. Avergonzado de su discapacidad. No quiso volver nunca más a la escuela, y si él no iba, su mellizo tampoco. Si no hubiera sido por Brais, aquellos primeros días en los que nadie sabía cómo comunicarse con él, se hubiera sentido mucho más solo. Brais se encargaba de escribir todo lo que la gente le quería comunicar. Era como una especie de transcriptor.

Cuando creía que estaba solo, a veces dejaba que se le escapara alguna lagrimilla. Nos partía el corazón verlo así.

***

—¡Escuchad! ¡Padre va a regresar pronto! —anunció mi hermano Prudencio corriendo hacia nosotros en la plaza con una carta en la mano—. ¡Lo ha escrito él!

Empezamos a gritar tanto de la alegría que la gente a nuestro alrededor compartía nuestra felicidad.

—Enhorabuena —nos felicitó Isabel.

—Cómo me alegro —exclamó una de las pescaderas.

—¡Fantástico! —dijo la del puesto de frutas.

Brais le quitó la carta de las manos a Prudencio para enseñársela a Xabi, que saltó de alegría y gritó de la emoción, rompiendo su silencio habitual que lo había acompañado desde la llegada de su sordera.

La gente se reía al ver su reacción, felices de verlo contento de nuevo. Incluso Iago que venía de mi mano daba palmadas.

***

El día que regresó Padre fue uno de los mejores de mi vida. Desde aquel momento ya no nos importó el hambre o el frío si él estaba con nosotros. Le disgustó mucho saber lo de Xabier y que tanto Prudencio, como Xurxo y los mellizos habían dejado la escuela. Xurxo y Prudencio por necesidad de dinero, y los otros por la sordera. Tampoco querían volver.

—Si no volvéis al colegio, quiero que vengais de pesca conmigo. Y tú, Prudencio, ya tienes quince años, ya puedes trabajar en la fábrica. Os buscaré un hueco a tí y a Xurxo. Os cogerán para limpiar el pescado casi seguro.

Al fin y al cabo seguíamos necesitando el dinero.

—¿Recibiste mis cartas, Pruden?

—Sí, Padre, todas.

—Me alegro.

Que mi padre había ido a la guerra ya no era un secreto para nadie.

Memorias de un ancianoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora