Capítulo 18: El acantilado

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—¡Eh! ¿Quieres mover ese culo? —protestó Xurxo.

Estábamos ayudando al vecino (al que todos conocían como «Piollonocú») y a sus subordinados a descargar el barco porque le debíamos un favor. Era más grande que el de nuestro abuelo, pero tampoco era enorme. Venía cargado de bolos, sardinas, jureles, xoubas... Un poco de todo.

Yo llevaba una caja de caballas. La estaba bajando por la rampa cuando me fijé en que María estaba allí con sus amigas, observándonos desde la playa.

—Póntela al hombro, a las chicas le gusta —me dijo Xurxo.

Tonto de mí le hice caso. Me puse la caja al hombro e intenté caminar todo chulo, pero con una ola perdí el equilibrio y me cayó todo el pescado al agua.

Tanto mi hermano como las chicas se empezaron a reír como locos, pero al señor Freire no le hizo tanta gracia, así que me dio un coscorrón.

Acabé teniendo que tirarme al agua para recuperar la máxima cantidad posible, pero las gaviotas no querían compartir el botín que les acababa de regalar, así que empezaron a atacarme. Una escena muy divertida para los demás, pero que a mí no me hizo tanta gracia.

Cuando salí del agua, María se había acercado hasta nosotros.

—Anda, ven, te arreglaré eso —dijo señalando la sangre que caía de mi frente por un picotazo.

María se despidió de sus amigas y me arrastró hasta su casa.

—¿Qué intentabas hacer? —preguntó mientras me desinfectaba la herida de la oreja.

«Sorprenderte», pensé para mí.

—No lo sé... —contesté simplemente.

—Mis amigas dicen que intentabas impresionarme, son unas tontas, ¿verdad? —Volvió a sonreír maliciosamente.

Me empezaban a caer bastante mal sus amigas...

—¡Eh, eso duele! —me quejé.

—Las gaviotas, como las ratas y otras aves, van a la carne blanda.

El labio me sabía a sangre, malditos bichos...

—Hasta mi loro es más manso...

—Tu loro es raro, lo normal es que muerdan.

—Mi loro está bien educado.

—¡Se hizo caca en la alfombra el otro día! —Se rio.

—No lo puede controlar —lo defendí.

—Entonces se parece al dueño...

Y aunque no lo dijo, por como me miró, supe que estaba pensando en lo del otro día.

—Eres mala.

—Y tú muy pueril.

Ella se acercó a mí y me susurró:

—¿Quieres un besito de cura sana?

—¡María! —protesté mientras me levantaba riendo del banco en el que me había sentado.

—Pero te gustaría, ¿verdad?

Esa «v» hizo que sus labios captaran mi atención.

En ese momento entró Miguel. Él se solía reír de nuestra relación, que básicamente consistía en que María me torturaba todo cuanto quería y yo me quedaba con las ganas. Miguel decía que jugaba conmigo porque la hacía sentir atractiva, y eso le daba poder.

—¿Ya volvéis a empezar? —dijo Miguel quitándose el abrigo.

—Te equivocas, acabamos de terminar —dijo María cerrando el botiquín.

Memorias de un ancianoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora