—¿Está Miguel? —pregunté.
—No, no lo he visto en todo el día.
María estaba apoyada en el marco de la puerta.
—¿Y eso? —Señaló al gran agujero de mi camisa.
—¿Eh? Ah, nada, se me rompió, pero ya hace bastante.
—Pues compra otra —dijo como si fuera lo más natural del mundo.
Al ver mi cara de «¿me tomas el pelo?» debió recordar que en mi casa no andábamos sobrados de dinero, al contrario que ella, que en cuanto se le rompía una falda o lo que fuera, el padre de Miguel le compraba otra. Volvía a vivir como una reina, igual que cuando era pequeña. No había aprendido nada de la época en la que había vivido en la misma miseria en la que yo llevaba metido dieciséis años.
—Ah, perdón, no me acordaba —dijo ella medio riendo, intentando disimular—. Venga, te la arreglo yo.
—No tengo tiempo, necesito que Miguel me explique latín y luego tengo que ir a echarle una mano a Prudencio, que con el niño, ahora tiene mucho más trabajo.
—¡Te lo explico yo, no te preocupes!
Yo odiaba cuando María hablaba del latín. Mientras que a mí se me daba de pena, ella parecía haber nacido hablándolo, y además, le encantaba presumir de ello. En general, ella era mejor en todo que yo, y se enorgullecía de ello. Por eso, prefería la ayuda de Miguel.
—No hace falta, él...
María no me dio tiempo a acabar la frase y me obligó a entrar en su casa.
Me llevó hasta su habitación. Por increíble que pareciera tras tantos años viniendo a la casa de Miguel, nunca había visto aquella habitación. Había dos camas, una de Lola, y la otra junto a la ventana la suya. Luego había un armario, un espejo, una silla pintada de blanco y una estantería, repleta de libros, igual que la de Miguel.
María debió notarlo, porque al llegar al umbral de la puerta frené de golpe.
—No tengas miedo, Lola no está, y ojos que no ven, corazón que no siente. Ya sabes, si se entera de que te he dejado entrar aquí... Me manda con Mamá —bromeó.
Yo jamás podría bromear con la muerte de un familiar, no entendía como ella sí podía. Supuse que era reír por no llorar.
Me obligó a sentarme en la silla y me puso un libro de latín en las manos.
—Ahora dame ese trapo que llevas por camisa, que intentaré arreglarla.
No sé por qué, pero sentí vergüenza al quitármela.
María no reaccionó de ninguna manera especial, solo la cogió y abrió el armario para sacar una caja con utensilios de costura.
Tenía el espejo de frente, pero aquel que allí veía no era reconocible para mí. Demasiado flaco y descuidado. Yo no podía ser aquel, daba vergüenza. Y luego miré hacia María. No, nada que ver. Mi amiga era un constante recordatorio de que yo era alguien inferior, al igual que Miguel. Ella era hermosa. Hacía mucho que María había dejado de ser aquella niña simpática que llevaba dos trenzas colgando y se había convertido en una mujer de buenas caderas, vistoso pecho y tez brillante. Yo nunca sería alguien para ella, tan bonita con sus rizos cayendo sobre sus hombros y sus labios rojos. Yo era basura a su lado.
Casi siempre estaba deseoso de besarla de nuevo y quizás, si ella me lo permitiera, hacer el amor. Pero en aquel momento, solo deseaba que ella encontrase a algún chico guapo y limpio que la hiciese feliz, alguien que no se pareciera en nada a mí.
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Memorias de un anciano
Fiction HistoriqueAnxo es un viejo, un viejo con demencia. En su familia nadie lo valora pues para ellos no es más que chatarra, sobre todo para su bisnieto Ramón. Pero cuando Anxo comienza a contar su vida de trabajo y sacrificio, despierta en su nieto curiosidad po...