Capítulo 6: Atlas

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Yo no había dejado de pensar en María. Simplemente no podía. ¿Qué le pasaba por la cabeza a esa niña? Estaba loca.

Tras ir por la mañana a clase y pasar por casa para comer, fui a buscar a Miguel a su casa.

—¡Hola, Ángel! —me saludó amistoso su padre.

—¿Está Miguel en casa?

—Acaba de salir a buscarte. Si te das prisa, seguro que lo alcanzas.

—¡Gracias! —le dije sonriendo.

—¡Pasadlo bien! ¡Ah, y no te olvides de la redacción para mañana!

—¡No lo haré!

Y salí corriendo de su portal.

No me costó mucho encontrar a Miguel.

—Te estaba buscando.

—Y yo.

—¿De qué vas a hacer la redacción? —pregunté.

—Sobre que quiero ser profesor como mi padre.

—¡Miguel, no puedes hacer eso! ¡Serás el «niñito» del profesor!

—Bueno, es lo que soy...

—Ya, pero si quieres que te dejen de ver como un extraño, ya que no vas a hablar gallego, por lo menos podrías intentar fingir que no idolatras a tu padre.

—¡Y no lo hago! ¡Yo quiero ser profesor!

Me golpeé la cabeza con la mano.

—Di que quieres ser policía, por ejemplo.

—¡Pero no es lo que quiero ser!

—¡Eso es lo de menos, Miguel!

Miguel puso los ojos en blanco.

—¿Y tú? ¿Qué quieres ser de mayor?

—No lo sé.

—Ah.

Entonces vimos como María salía de su casa. Corrimos hacia ella, pero en cuanto vimos la marca de la mano de su padre en su cara frenamos en seco. Se notaba que había estado llorando.

Ella nos vio, pero nos indicó que nos fuéramos. Y obedecimos, sin dudar un momento.

—¿Crees que fue por lo de ayer? —pregunté con miedo.

—Lo más seguro, Anxo.

Sentí pena por ella. Seguro que ella comía carne todos los días, pero no era feliz. Yo era feliz, pero para poder comer había tenido que separarme de mi querido padre, mientras que ella odiaba al suyo.

—No deberíamos haberla invitado... —se arrepintió Miguel.

—Ya...

Al pasar por delante de mi casa paré un momento a buscar a Iago, porque me daba pena dejarlo sufriendo con la abuela.

Iago iba muy feliz dando patadas al balón de Miguel.

—Tiene que ser divertido tener hermanos —dijo Miguel.

—No te creas. Los hermanos mayores son muy mandones y te pegan, y los pequeños... Bueno, son pequeños.

—Pero seguro que tus hermanos te enseñaron muchas cosas. Y tú siempre tienes con quién jugar.

—Bueno, es cierto... Pero...

Miguel sabía que yo era huérfano desde el nacimiento de Iago, pero no entendía que yo aún todavía lo culpase por ello, aunque a la vez lo quisiese.

Memorias de un ancianoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora