Capítulo 28: Zamora

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La hija de Brais era una preciosidad. Tenía las mejillas sonrojadas y sonreía muy a menudo.

—¿Elena, no? —pregunté.

—Exacto.

No me habían dejado acercarme a ella hasta que estuvieron completamente seguros de que estaba sano.

Miré al teléfono que había colgado en su pared. Eran de los pocos en el pueblo que tenían uno y era porque lo había instalado Xurxo antes de irse (con el dinero del caballo, por cierto). Había sido muy difícil convencer a Xurxo de que estaba vivo, pero parecía que lo habíamos logrado.

Le pasé la niña a Cecilia.

—Bueno, yo me voy ya.

Salí de la casa y fui a trabajar. Era extraño, pero había una carta para Xabi del banco. Entonces me acordé de lo de la librería. ¿Pero de verdad iba en serio? Parecía una locura...

Pues sí, iba en serio. Y lo peor de todo es que le habían hecho el préstamo. Xabier se lanzó a mí de la alegría y seguidamente corrió a abrazar a Cristina.

Estaba tan feliz que tuve que alegrarme. Sí, era una locura, pero le hacía ilusión. Por primera vez en años, parecía que a Xabi le iba todo viento en popa.

Con tanto movimiento, había hecho que Atlas se pusiera nervioso con tanto movimiento de brazos.

Semanas más tarde inauguró su tienda. Al principio no iba mucha gente, pero mostraba tanto conocimiento y entusiasmo por su trabajo, que poco a poco gente de todas partes iba hasta allí.

***

—¿Listo?

Yo solo llevaba una pequeña bolsa con ropa, pero Miguel y su familia tenían tantas maletas que parecía que se iban de mudanza.

—Sí.

—Pues sube al coche —dijo alegre el señor Fernández.

Al llegar a las montañas debía de notarse mucho mi alegría, porque María me preguntó:

—¿Es la primera vez que ves nieve?

—Sí.

Era una maravilla. Bueno, una maravilla hasta que llegaron aquellas horrorosas curvas que te revolvían el estómago y te hacían desear volver a morir.

Gracias a Dios, las curvas terminaron y empezó la meseta. Nunca había visto tanta tierra plana. Todo estaba lleno de trigo. Kilómetros y kilómetros de trigo, y al horizonte, trigo y más trigo. Pero bueno, era emocionante cuando pasábamos cerca de un castillo. Sobretodo para mí, que me emocionaba como un crío.

Por fin llegamos. Los terrenos de la casa estaban en medio del campo y la ciudad más cercana era Zamora, aunque por alrededor había muchos pueblos, o eso me habían dicho. Si la casa de Miguel era grande, aquella era una mansión. Tenía unos jardines inmensos e incluso una piscina. El señor Fernández me había explicado que aquella casa se la había dejado en herencia su padre, pero que él le vendió la parte que le pertenecía a su hermano para poder irse a vivir en Galicia cómodamente, el lugar donde siempre había soñado vivir, donde le acababan de ofrecer el empleo de profesor. Era algo muy extraño, pero era su sueño. Yo desde luego no hubiera cambiado por nada del mundo esta casaza, aunque tuviera que alejarme de la costa por el resto de mis días.

En la entrada había unas enormes escaleras blancas. A los lados había dos puertas de madera y cristal, que dejaban ver el comedor y una especie de salón con un montón de espacio. Un hombre calvo nos esperaba allí.

—¡Cuánto tiempo, Diego! ¿Y mis sobrinitos favoritos? —Parecía simpático.

Contrastaba el pelo canoso pero espeso del señor Fernández con la calva de su hermano.

Memorias de un ancianoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora