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Por una simple y contundente razón nunca había intentado nada con mi mejor amiga y confidente universal: ella era lesbiana.

Reservada al extremo con sus conquistas, yo nunca le había conocido ninguna pareja estable. Muchas amigas, e incluso amigos, habían compartido nuestro espacio en fiestas y cumpleaños, pero nadie había llegado a su corazón para quedarse allí.

A menudo quise presentarle a alguien; a pesar de hacerse la superada, yo bien sabía que ella esperaba al amor de su vida.

Sin invadirnos y apelando a la sinceridad, nuestra relación era ideal. Nos respetábamos a pesar de pensar diferente; si nos peleábamos, a los dos minutos golpeábamos la puerta de la habitación del otro para pedir disculpas y volver a estar como si nada.

Mi mamá solía decirme que de no ser por su condición de gay, era una buena candidata, aunque no su preferida. Yo le regalaba una carcajada sarcástica junto a la frase "no es mi tipo y no creo que yo sea el suyo" y ella contraatacaba con un " y cuál estuvo tipo, si ya te tiraste a medio mundo y seguís soltero".

Mamá no entendía que yo amaba la soltería y mucho menos me interesaba la paternidad. Disfrutaba recorrer el cuerpo femenino, descubrir nuevas curvas, nuevos perfumes, nuevos gemidos en mi oreja...

Candidatas no me faltaban y era injusto privarme de conocerlas a todas las que se me tiraban. Sin embargo, no podía negar tampoco que levantaba algún que otro suspiro adolescente. Mensajes entre las hojas al momento de tomar examen en el colegio, eran un cliché. Yo sonreía amistosamente, plegaba la nota y la estrujaba. Directo al cesto. No me interesaba involucrarme con una menor, me daba asco pensar en ello siquiera.

Corrigiendo un trabajo práctico de los alumnos de la noche en la cafetería de la esquina de la facultad, un mensaje a mi teléfono me sacó de órbita: Vanesa, la amiga de la profesora de matemática Leila Céspedes, me pasaba su número.

Leila adoraba oficiar de celestina. Y yo, era su presa más difícil de cazar, un desafío al que no podía ni quería resistirse. Se esforzaba mucho, se preocupaba por hablarme bien de sus potenciales candidatas para mí y nunca claudicaba en su búsqueda de "mujer ideal".

A pesar de no estar siempre dispuesto a escuchar sus propuestas, valoraba su tesón y aceptaba sus sugerencias.

Leila era divorciada, tenía un hijo de 6 años y lo que tenía de atractiva lo tenía de problemática en su vida privada: un ex marido conflictivo, sesiones eternas con la psicóloga, una hermana adolescente con problemas de egocentrismo y un padre sobreprotector, era algunos de los quilombos reales; la moda, su obsesión con el cuerpo, el color de la plastilina que debía llevar su niño a la escuela...los causados por su propia mente.

Con muchas conocidas en su agenda de contactos, la lista para presentarme era larga e interesante.

Desde madres de colegio y aquellas cuyos hijos coincidían en actividades deportivas, hasta camareras de algún bar a los que ocasionalmente iba. A todas, ella les sacaba el teléfono.

Y siempre, me los daba.

Y siempre, me los daba

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Loft - (Completa)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora