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A la primera cita en Plaza Serrano le siguió una segunda en un restaurante en Belgrano. Ñoquis con salsa mixta, fue mi elección. Un bife con ensalada de rúcula y parmesano, la de ella.

Vanesa era entretenida, vivaz, jovial y buena oyente. Se reía lo justo y necesario; alababa demasiado mi profesión y a menudo, chasqueaba su lengua contra los dientes, irritándome apenitas.

Tras el café, la acompañé a su coche, estacionado a la vuelta del restaurante.

Hasta entonces, ni siquiera nos habíamos besado en la boca; me había prometido a mí mismo cortejarla, ser paciente y recoger mi premio al final de la velada. Y eso hice.

Desatando nuestra pasión reprimida en el asiento de su vehículo, continuamos en su casa. En su cama. Un poco exigente a la hora de las poses, rápidamente me adapté a cada uno de sus pedidos y fetiches. ¿Quién diría que a la modosita profesora de pilates le gustaban los "chiches"?

Debía reconocer que ella me pondría en forma de seguir adelante con lo nuestro; poseía una energía inagotable. Yo, sin embargo, no reconocía la derrota manteniéndome estoico hasta el final.

Sintiendo que la vena de mi frente explotaba, ella giró para darme la visual de su culo duro, pero sin tanta carne. Uno, dos, tres, diez embates profundos bastaron para que la gota gruesa de mi sien cayera rodando hasta mi quijada, donde murió apaciblemente junto a un estallido voraz de mi garganta.

Yo tenía una larga lista de mujeres para presumir; toda clase de cuerpos, de edades (mayores de 21, por supuesto) y de estados civiles.

Sin embargo, Vanesa tenía el récord a la resistencia hasta ahora.

― ¿Una manzana? –cultora de la vida sana, apenas caí desplomado en la cama ella se puso de pie, bombacha en mano, y me ofreció la fruta.

No tuve aire ni para responder.

Loft - (Completa)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora