Mani y Matías son amigos desde los 18 años y desde hace tiempo, viven juntos en un Loft reciclado que Mani heredó al fallecer su abuela.
Ellos no solo comparten el departamento sino además el gusto por la comida, mirar TV los viernes por la noche y...
Para cuando la muchacha se fue, inexplicablemente Mani me golpeó el brazo y en señal de advertencia elevó su dedo.
― ¡No vuelvas a hacer algo así nunca más, no quiero que me uses para tus jueguitos! –su mandíbula estaba tensa.
― Pero no...yo pensé que no querías que se supiera que ... –me mantuve confundido con su gataflorismo.
― Vos dejá que yo maneje mis asuntos.
Dolida, se marchó de mi lado.
Por momentos apartado en un rincón, en otros sentado en una banqueta en el bar, estaba aburrido y solo. Después de mi contacto con Mani, ella se la pasaría frotándose con sus compañeros de estudios y cualquier hombre de sexo masculino que se le cruzaba.
¿Qué bicho le había picado? Ella no era así, y menos, con los hombres.
Su desparpajo la caracterizaba, pero su actitud rayaba lo vulgar. Sintiéndome su tutor, fui a su rescate.
― Mani...¡vamos a casa! –la sujeté por el codo, rescatándola de un grandote de metro noventa, negro como el ébano y del que no quise imaginar sus otras virtudes.
― ¿Por qué? ¿Para qué?
― Porque estás haciendo papelones. Antes de que sea demasiado tarde, es mejor que nos vayamos –impuse mi voz, superando el volumen de la música.
Mani maldijo por lo bajo, le habló al oído al joven con el que se meneaba y como torpedo, me sacó varios metros de ventaja. Cual perro faldero fui detrás de ella.
― ¡Hey, Mani! ¡Manuela, carajo! –le grité.
Ella sabía que cuando la llamaba por su nombre y no por el diminutivo, era porque estaba enojado. Y mucho.
Se detuvo de golpe.
― ¿Qué pasó ahí adentro? ¡Así no sos vos!
― ¿Por qué lo decís? ¿Acaso sabés cómo soy en realidad? –sonaba a reclamo.
― Sos una mina genial que dice una cosa pero hace otra. ¿Cuántas veces me repetiste que te importa nada lo que dicen los demás de vos? Resulta que me vengo a enterar que nadie sabe que te gustan las minas.
― ¿Y qué con eso? ¿A quién le interesa con quién me acuesto o me dejo de acostar? ¿O acaso eso me hace ser distinta o especial? A quien meto bajo mis sábanas, es mi asunto –enfurecida como pocas veces, clavó su dedo punzantemente en medio de mi pecho.
Estaba con muchas copas encima, pero lo suficientemente despierta como para hablar con la razón gobernando su lengua.
― Tomemos un taxi y vayamos a dormir –ordenó forcejeando conmigo.
La solté con ligereza y extendió su mano en dirección a la avenida, en busca de un auto. En busca de un rescate.
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