Parte XXV (Capitulo 131)

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Capítulo ciento treintaiuno.
MINI MARATÓN 1/2

Estuvo sentada durante diez extensos minutos hasta que tomó la decisión de acercarse a la maleta. No quiso pronunciar palabra hasta que trajeron la cena, hasta que estuvo segura de que nadie iba a interrumpirnos. Ahora se enfrentaba a la amenaza inminente de hablar, de explicar, de enseñar. Todo el contenido de la maleta se encontraba organizado sobre la cama. A escasos pasos de ella veo que le tiemblan las manos. No sé si sea correcto orillarla a esto. Creo que, en el fondo, no está lista para estar totalmente expuesta ante mí y esa simple idea crea una grieta en mi pecho. 
Se da la media vuelta rápidamente, pero como estoy a escasos pasos de ella tropieza conmigo.
—Solo quiero decir una cosa —inspira profundamente—. No traje esto por el motivo que estás pensando.
Le sonrío.
—Aún no he pensado en el por qué te has traído todo eso.
Ella no hace otra cosa más que parpadear.
—Escúchame —coloca las manos sobre mi pecho, dudosa—. Cuando Jack me secuestró, él me llevó al Escala. Dijo que tenía un valor para él. En ese momento no entendía a que se refería, pero el mes que estuvimos separados, cuando me abandonaste, hablé muchísimo con tu padre. En el Escala fue donde arrestaron a Jack por primera vez, ¿sí? Estaba buscando a tu madre. Quería llevársela con él. Mientras registraba la casa, Jack encontró el cuarto de juegos de tu padre. Christian no le dijo nada a Ana, no quería preocuparla. Él pensaba que no era importante, Jack no tendría como probar algo así. Por eso Jack compró el su pent-house. 
Frunzo el ceño, confundido. ¿A dónde diablos quería llegar?
—Jack pensó que tal vez Christian aún tenía las cosas del cuarto de juegos allí. Christian iba a poner en venta el lugar en cuando sacara todo eso de ahí, pero alguien lo puso en venta antes de que pudiera hacerlo. Tu padre se enteró de todo eso cuando vio las noticias. Estuvo frenético. 
—¿Sabes que no sé hacia donde te diriges con esto, cierto?
—Jack quería exponer ante todos los gustos sexuales de tu padre, ¿entiendes? —agita las manos frenéticamente—. Una de las cosas que realmente le molesta es que tenga ciertos gustos y actitudes similares al hombre que odia con tantas fuerzas. Me dio pánico que encontrara esa maleta, que supiera lo que me gusta. Pero tu padre me dijo que Jack tenía esta misma práctica. Tampoco quería que supiera que tengo otra cosa en común con Jack, no quiero. 
Intento canalizar todo, aceptar la información, pero lo único que consigo comprender es “tengo otra cosa en común con Jack”. La sostengo con fuerza de ambos brazos, tal vez con demasiada. 
—Ya basta —gruño—. Deja de actuar como si Jack y tú fueran la misma clase de persona. Victimizarte a ti misma no hará que su componente genético simplemente decida huir de tu cuerpo. Tienes su sangre, nada más. Ni siquiera tienes su apellido. 
Sus ojos adoptan la forma de un plato. 
—Sólo quería que supieras que no me la traje a propósito —inspira bruscamente—. No quería que Jack la encontrara.
Le suelto los brazos, resignado, y la obligo a darse la vuelta, de modo que tiene el contenido de la maleta frente a ella.
—No me interesa el motivo por el cual esa maleta ha llegado con nosotros hasta el otro lado del mundo —tiro con fuerza de la cremallera del vestido, rompiéndola accidentalmente en el proceso—. Está aquí y solo hay un propósito que quiero hacerle cumplir.
Ella comienza a mascullar palabras, pero mi único trabajo es terminar de despojarla de toda la ropa. Cuando se encuentra totalmente desnuda, intenta por todos los medios salir corriendo hacia el baño, pero la detengo de la cintura.
—Ni lo intentes —susurro contra su oreja—. Debiste pensar en qué pasaría si me hubiese encontrado con esa maleta.
—Pues la idea es que no lo hicieras.
—¿Por qué no? 
—Porque no.
—No, no. Respóndeme.
—Ted…
—No querías que lo viera porque piensas que este mundo tuyo no va a gustarme. ¿Y cómo lo sabes? ¿Cómo sabes que no me gusta si no lo hemos intentado?
Amanda permanece en silencio por demasiado tiempo, tanto que es como un puñal incrustándose en mi piel lentamente.
—Tengo miedo —dice con la voz pequeña—. Tengo miedo de que hagamos la prueba y al final todo salga mal.
—Ni te voy a hacer daño ni voy a dejarte en una acera húmeda en estado de inconsciencia después de usar tu cuerpo. Si así fuera, no iba a ser una acera. Iba a ser una muy buena cama con cinco mil dólares mínimo sobre la cama —presiono su cuerpo desnudo aún más contra el mío—. Estoy seguro de que la mejor manera de lastimarte sería abandonándote y dejándote con dos crías en el vientre, ¿no es así?
Siento que su cuerpo se sacude.
—No puedes —jadea.
—No, no puedo —deslizo los labios muy suavemente por su cuello—. Es porque te quiero, con un demonio. Incluso si te excitase ver a otro hombre desnudo, en cuya situación espero realmente que no sea el caso, no escogería una mejor compañía que no sea la tuya. La maldita maleta y tú me van a provocar un pre infarto. Todo lo que tienes que hacer es enseñármelo, enseñármelo todo.
—¿Y qué pasará si…?
—No va a pasar nada. Tienes que confiar en que, como pareja, vamos a encontrar la manera de que todo salga bien.
—De verdad, Ted, tengo miedo.
—Pero yo estoy contigo. Me lastima un poco el hecho de tener que llevarte hasta el límite, prácticamente obligada, para que te animaras a contarme lo que hay en la maleta. Incluso que te decidieras a explicármelo todo.
—Es que no hay la gran cosa, Ted. Lo que hay en esta maleta se enfoca en darme placer a mí —suspira pesadamente—. La otra maleta contiene cosas más serias.
Golpeo suavemente la cabeza contra su espalda.
—¿Entonces hay otra?
—Mm, sí. 
—¿Dónde demonios las guardas?
—Hay un pequeño armario en la otra habitación.
—¿Allí guardaste esta?
—Sí.
—¿Tienes algo más en esa habitación que pueda interesarme?
—Lencería, tal vez.
—¿En serio?
—No me sentía cómoda para usarla.
—Bueno, permíteme diferir de eso. Verte con lencería hubiera sido bastante deleitable. Podrías considerarlo, aún estás a tiempo.
—Compré algunas.
—Las vi. Mm, entonces ¿Hay algo más que esté en la casa y yo no me he enterado?
—No.
—Si querías que Jack no las encontrara, y me has dicho que la otra contiene cosas más serias, ¿por qué la dejaste?
—Donde la guardé está bajo llave. Solo cabe una, así que preferí guardar esa. La otra la puse junto a las tuyas. No la buscarías, también están las mías. Si tuvieras que irte de viaje yo me ofrecería como buena mujer dedicada a su hombre a hacerte la maleta. No tendrías nunca que verla.
—¿Segura que lo tuyo es la cocina? ¿No quieres volverte espía? Armas buenas distracciones y estrategias de escondite bien diseñadas.
Extiende el brazo hacia atrás, intentando propinarme algún golpe, pero no puede.
—¿Ya no me escondes nada más en nuestra, discúlpame, nuestra casa?
Ella suspira.
—No. 
—Vaya, que alivio, porque tienes una lección que impartir.
—Ted —gimotea—. Te dije que…
—Sí, ya me lo has dicho, que su función es atender tu placer. Pero, dada la situación de que es una de mis actividades favoritas, sigue interesándome. 
Suelta una maldición en danés.
—Nunca voy a perdonarte esto —gruñe.
Lucha conmigo hasta conseguir que la suelte.
—Mejor tomaré asiento —sonrío burlón—. Esto va a ser divertido.
En medio de la oscuridad percibo sus ojos azules acuchillándome. Muevo la silla bastante más cerca de la cama, de modo que estoy a apenas a un metro y medio de distancia.
—De verdad no puedo creer que me hagas hacer esto —gruñe—. Ni que fueras virgen y en tu vida hayas visto un maldito vibrador.
—Te recomiendo ahorrarte esas energías, cariño, porque no es lo mismo el conocimiento que la práctica.
Se da la vuelta de golpe.
—¿Perdóname?
—Ni que fueras virgen para no saber la razón exacta por la cual quiero que me muestres todo eso.
—No, nene. No vas a usar esto conmigo.
Le sonrío.
—Primera lección, nena.
Sus ojos vuelven a acuchillarme. Se pierde entre la oscuridad y el reguero de cosas sobre la cama. No sabe qué tomar primero. Sus manos sostienen lo que parece ser un frasco, con el cual se acerca hasta la luz.
—¿Un aceite? —sonrío—. Fantástico.
Ella solo sonríe, nada más, mientras vierte un poco de ese aceite en las manos.
—¿Por qué no colaboras un poco y te deshaces de la camisa?
—¿Es un aceite para masajes?
—Es un aceite de las mil maravillas. Tú solo deshazte de ese molesto trozo de tela.
Aún no consigo comprender como cambia de humor tan pronto. Ignoro la duda y hago lo que me pide. Sonríe satisfecha y sus manos comienzan una danza sincronizada por mi pecho. El líquido es frío y tiene un interesante aroma a fresas y a cava, un vino espumoso elaborado en la Región del Cava en España. Creo que eso ha sido todo el espectáculo, pero sus ojos oscuros y traviesos no se apartan de mí el tiempo que le ha tomado acercar su boca hasta mi pecho. Entonces las mil maravillas me sacuden, extendiendo un camino flotante hacia el paraíso. Cuando su aliento respira en mi piel, el líquido deja de ser frío. Es caliente, bastante caliente, así que termina erizándome la piel. 
—Es un aceite afrodisíaco —explica—. Produce calor ante el aliento de la pareja en la zona donde se aplica.
Enarco la ceja.
—¿Cualquier zona?
—Ajá. 
—¿Y solo tienes de fresas?
—También tengo de uva y frutas cítricas. El de frutas cítricas es mi favorito.
Se separa de golpe, llevándose consigo el aceite de las mil maravillas. Vaya. Intercambia el frasco por otro, pero esta vez también se ha traído un pincel.
—Pintura corporal —dice.
—¿Me harás espirales?
—Es comestible, genio. Dime donde lo quieres.
Sonrío interesado.
—Sobre ti. Sorpréndeme. 
Sonríe. Humedece el pincel con el líquido oscuro y traza lentamente un corazón en su vientre. La acerco a mí y deslizo la lengua por el vientre, siguiendo el trazo. Oigo un jadeo pequeño que luego se convierte en un gemido. Mm. Esto sabe bien. Es como comer fresas y champagne. La combinación de sabores es una bomba. 
—¿Fresas y champagne? —murmuro.
—Mm —volteo a verla, tiene los ojos cerrados—. Sí. 
—¿Tienes más de estas maravillas?
—De chocolate.
Se aleja caminando hasta la cama. Le doy alcance en un par de pasos. Coloca el frasco sobre la cama luego de asegurarse de que esté cerrado.
—¿Quieres escoger el siguiente? —musita sonriente.
—¿Ya te estás divirtiendo?
—Escoge.
Le sonrío burlón. Agarro lo que parece una botella de acondicionador. Pese a la oscuridad pude notar que sus mejillas se enrojecen un poco.
—¿Qué es? —pregunto.
—Bueno, eso es…mm —suspira—. Es un gel.
—Bravo. Diez por la respuesta ¿Para qué sirve?
—Pues, es una cosa muy curiosa. La cosa es que, bueno, sirve para estrechar las paredes vaginales.
—¿Realmente lo necesitabas?
Me arrebata la botella.
—Te recuerdo, nene, que antes de conocerte era una mujer soltera que llevaba dos años adherida a la abstinencia. 
—Está bien, no te enojes. Tranquila.
Me acomodo en un espacio disponible sobre la cama. Observo lo que queda en la cama, que ya no es mucho. Me decido por una caja pequeña y delgada con el dibujo de una geisha.
—¿Qué me dices de eso?
Intenta no sonreír, pero no le sale.
—Tengo que admitir que es muy buena —se pasa la mano por el pelo, nerviosa—. Es una crema que aumenta la sensibilidad del clítoris. El orgasmo es muchísimo más fácil.
—Bueno, no es que me la hagas difícil, pero vendría bien probar que tal. ¿Por qué ni vienes?
—Porque no.
—Tú misma dijiste que es buena. Yo quiero ver que tal los efectos.
—Que no.
—¿De verdad?
—De verdad.
—Si tengo que levantarme de esta cama…
—Te dije que no.
Desliza la mano vacilante por el resto de las cosas sobre la cama. Intento verle los ojos, es la mejor manera de saber un aproximado de lo que piensa, pero no puedo tener acceso a ellos.
—Tienes que decirme lo que piensas —musito.
En medio de la oscuridad, sus ojos azules encuentran los míos sin problema. Aunque no puedo verla bien sé que está intentando sonreír.
—No sé qué hacer, Ted. Es más complicado de lo que crees. 
Extiendo mis brazos hacia ella, invitándola a acomodarse junto a mí. Se mueve despacito, vacilante, pero en cuestión de segundos me encuentro reconfortando su cuerpo desnudo.
—Cuéntame —la animo.
Ella suspira.
—Una parte de mí quiere que conozcas todo esto. Cuando iba a terapia mi psicólogo me dijo varias veces que esto era una práctica errónea.
—¿Te quería hacerte desistir de esto?
—Sí, pero igual ya lo había dejado.
—Preciosa, no tienes que hacerle caso a alguien que no te conoce.
—Es que tiene un punto. Si no sabes lo que haces es peligroso, y te amo, pero tú no sabes nada de esto. Amo lo que tenemos como para arriesgarlo por esta tontería. 
Le sonrío.
—Incluso cuando dices incoherencias como esas te amo como un idiota.
Amanda sonríe aún más y es todo lo que necesito para sentirme bien.
—Hemos llegado muy lejos para temerle a algo, cariño —le doy un beso en el pelo—. Acepté que eres hija de Jack, y sabes lo que él ha intentado hacernos. Acepté todo tu pasado, todo, desde el pasado de una niña sin hogar hasta el pasado de una mujer que buscaba sentir algo más durante el sexo. Lo acepté todo porque te amo, sí, y porque le tengo toda la fe que se le puede tener a una mujer que ha evolucionado —la envuelvo un poco más en mis brazos, teniendo especial cuidado en no ser demasiado brusco—. Un par de esposas, fustas y no sé que más no van a hacerme perder la fe en ti. Tienes que dejar ir ese miedo a perderme, porque es algo que jamás va a pasar.
—¿De verdad?
—Sí, de verdad. Honestamente me gusta descubrir algo nuevo sobre tu sexualidad. ¿Tienes algo más que contarme?
Suelta una carcajada.
—No en esta maleta.
—¿Significa que la hora de los juegos se podrá buena cuando se termine nuestra luna de miel?
—Tal vez.
—No vas a ponerte reacia con la otra, ¿verdad?
La escucho suspirar.
—No, no lo haré.
—¿No lo dices para ganar tiempo?
Suelta otra carcajada.
—No lo hago por eso.
—Bien —golpeo mi boca contra la suya—. ¿Se acabaron las lecciones?
—Las demás cosas las conoces.
Le sonrío burlón mientras la acomodo sobre la cama. Observo lo que queda sobre la cama, que son un par de frascos de aceites, las esposas, que ya las había visto, y un par de consoladores.
—Esto es como el Ejército de Salvación para mujeres solteras y desesperadas.
—Búrlate, idiota.
Le sonrío sin mirarla. Vuelvo a tomar la caja pequeña y delgada.
—¿Qué tal si esta vez colaboras tú un poco y abres ese par de piernas preciosas?
—¿Realmente es necesario?
—Necesito practicar para pasar la clase. Es parte del curso.
—No necesitas eso, créeme.
—Deja de discutir conmigo. Abre las piernas o lo haré yo, y los dos sabemos que es una de las mejores cosas que sé hacer.
Abre la boca, fingiendo estar escandalizada.
—Supongo que así les hablabas a las otras.
Abro la pequeña caja, ignorando sus comentarios. La caja contiene una crema color perla.
—Solo necesitas un poco —musita jadeante—. Con un poco basta, créeme.
Agito la cabeza. Deslizo dos dedos por la fría crema y aparto la cama. Me inclino un poco y tiro de ella hasta acomodarla sobre mis caderas.
—Creo que no consigo comprender exactamente que planeas.
—Voy a improvisar un poco, nena. Estoy en busca de la máxima puntuación.
—Esa ya la tienes desde la primera vez que me hiciste el amor.
Sonrío.
—Repítelo. 
Ella también sonríe.
—Esa ya la tienes desde la primera vez que me hiciste el amor.
Conduzco los dedos hasta su sexo, aplicándole la crema en sincronizados movimientos en círculos. Ella jadea y la siento tensarte entera.
—¿Qué es lo que tengo?
Parece que le cuesta concentrarse, porque cierra los ojos y su rostro refleja la lucha infinita con un sinfín de sensaciones.
—Todo —responde con la voz pequeña.
—¿Todo?
Agita la cabeza frenéticamente. Me impulso hacia delante con ella y tomo las esposas de plumas. Le estiro los brazos por encima de la cabeza y se las coloco con suma rapidez. Ella parpadea, confundida.
—Tenías que hacerlo —gruñe—. Me lo debí haber supuesto.
Le sonrío.
—Todo forma parte de un todo.
—Nada de que todo es todo, no. Tienes que quitármelas.
Hago caso omiso de sus protestas. Sin apartarla, agarro el frasco del aceite de las mil maravillas. Vierto un poco en las manos y riego el líquido sobre sus magníficos pechos. Ella jadea y se mueve un poco. 
—Apenas y te he tocado —sonrío—. Vaya que eres dinamita, nena.
—Te odio —gruñe.
—Como quieras. Mm —enfoco mí vista en los vibradores organizados en una fila sobre la cama—. ¿Cuál era tu favorito?
Ella solo sonríe.
—Si tanto me conoces, averígualo tú solo. 
—Los voy a probar todos, así sabré cual es. ¿Te parece?
—No soy un juguete.
Le doy un beso rápido en ambos pechos.
—Cielo, los dos sabemos que yo contigo hago lo que se me antoje.
Suelta una protesta silenciosa. Deslizo los dedos de ambas manos por la parte interior de sus piernas, despacio, dibujando pequeños círculos en su pequeña piel. Se retuerce sobre mí y gime. Continúa con las manos por encima de su cabeza. Tiene los ojos cerrados. 
—¿Ya te has decidido?
No responde, todo lo que hace es frotarse contra mí. Suelto un gruñido, pero no la detengo. Mm. Se siente bien, muy bien.
—No te gusta quedarte al margen, ¿cierto? —agita la cabeza frenética—. Esto no se trata de darnos placer a ambos, preciosa. Quiero descubrirte. Quiero que te aceptes.
Extiendo la mano hacia un vibrador color azul. Tiene siete niveles, así que lo enciendo en el número cuatro. Cuando la fría goma del vibrador toca su carne expuesta, ella gime. Jadea, gime, jadea, gime. Pero no se mueve. Solo se queda ahí, totalmente quieta, saboreando el placer. Entonces da un salto, grita, gime. Pierde el poder de su autocontrol. Ella es solo sensaciones y placer, un nivel de gloria que sobrepasa cualquier intento suyo por mantener la calma. Acuno en mi boca uno de sus pechos. Gime, se mueve, jadea. Recuerdo la sensación que provoca el aceite de las mil maravillas. Frío, calor. Mm. 
Aumento la velocidad a cinco. Amanda suelta un grito fuertísimo. 
—¿Te gusta? —le pregunto, sonriente.
—Eres un… —jadea—. Mm.
—Termina la frase —aumento la velocidad a seis y paso mi boca a su otro pecho—. Dime.
—Eres un desgraciado —chilla.
Mordisqueo suavemente su pezón. Ella gime, gime, gime.
—Aún no me has respondido si te gusta —aumento la velocidad a siete, y es el máximo—. Venga, dilo.
Amanda se mueve bruscamente. Se mueve, se mueve, jadea, jadea.
—¡Ted! —chilla mi nombre.
Se desploma sobre mí, sudorosa y jadeante, suplicando que me detenga. Apago el vibrador y ella comienza a lloriquear un poco. 
—Sí —musita con la voz pequeña—. Maldita sea, sí. Eso me ha gustado.
Sonrío.
—No fue tan difícil, ¿verdad?
Me da tres golpecitos suaves con las manos sobre el hombro izquierdo.
—No. Puedo. Contigo —me da un beso en el cuello—. Quítame las esposas.
La sujeto de la cintura y la acomodo sobre la cama cuidadosamente. Tiene el rostro cansado, los ojos pequeños, las mejillas y los labios enrojecidos. Le quito las esposas despacio. Cuando tiene las manos libres, las coloca sobre el vientre mientras cierra los ojos. Le aprieto las manos.
—¿Estás cansada?
Asiente apenas moviendo la cabeza.
—El viaje ha sido muy largo. Hemos tenido sexo como si yo estuviese en celo, dimos un paseo por el hotel, fuimos a cenar, discutimos. Luego terminamos aquí —suelta un bostezo—. Estoy hecha pedazos.
Sonrío, consciente de que no puede verme.
—Duerme —musito cariñoso.
Ella sonríe.
—Gracias, Ted —farfulla.
—¿Por qué?
—Por dejarme compartir esto contigo.
Me inclino un poco y le doy un beso en el vientre. Se me enciende un calor tremendo en el pecho capaz de hacerme llorar.
—Te amo.
Sonríe, y así permanece, quieta. Creo que se ha dormido. Eso ha sido rapidísimo ¿Cómo puede? A veces, incluso cuando estoy cansado, me cuesta muchísimo dormir. Y ella solo, BAM, se queda dormida. Agito la cabeza y la cubro con la sábana, teniendo especial cuidado de no dejar caer todos esos frascos al suelo. Se acurruca a una almohada y es todo el movimiento que le veo hacer, salvo el que hace al respirar.
Me quedo muy quieto observándola dormir. Tiene el rostro diferente, más tranquilo, como estaría algún recluso que duerme por primera vez en la cama de su hogar.
Una idea me cruza por la mente. Sonrío, decidido a llevarla a cabo.

SORPRESA!!

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Cincuenta Sombras y Luces de Theodore GreyDonde viven las historias. Descúbrelo ahora