El silencio del océano, la adrenalina recorriéndolo mientras el magnífico tiburón de cuatro metros paseaba a su alrededor... Christopher Janssen amaba el peligro, aquella sensación de vitalidad que le otorgaba, mostrándole al mismo tiempo que era vu...
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—¿Y entonces? —preguntó Ignacio con su rostro pegado a las sábanas de raso azul.
—Nada, solo eso. Quiero que me acompañes el sábado a la casa de mi padre.
—Janssen...
Chris conocía ese tono. Sabía que una catarata de cuestionamientos vendría tras él.
—Prácticamente no hablas de él, poco sé de tu vida y tampoco preguntas mucho de la mía. Llevo un par de meses aquí, y la pasamos genial, no voy a negarlo. Adoro estar contigo, tu compañía, pero pocas veces me muestras tus sentimientos, ¿y ahora de la nada vas a llevarme para que tu familia me conozca?
—Nacho, ¿vendrás o no?
Retumbó como una especie de ultimátum en los oídos de Nacho, y haría lo que siempre hacía cuando se trataba del sudafricano engreído.
—Sí, voy a acompañarte.
Se puso de pie y comenzó a buscar su ropa en silencio. El rubio se maldijo a sí mismo. Seguía comportándose como un idiota. Por fin debería estar feliz con ese hombre maravilloso que llenaba sus días, pero no lograba superar el pasado.
—Es tarde. Vamos, quédate.
—No, debo comenzar muy temprano mañana. Necesito descansar unas horas al menos. No te preocupes, tomaré un taxi. —Agarró las llaves de su habitación y su billetera y se dirigió hacia la sala.
Chris lo siguió como un rayo.
—Ignacio...
—Chris, lo entiendo. Tal vez me equivoqué nuevamente. Eres muy importante para mí, lo eres, no tienes idea de cuánto significas. Sin embargo, no puedo esperar lo mismo de ti. Quizá sea yo el problema, demasiado sensible, tan abierto a mostrar sentimientos. Descansa. Nos vemos mañana.
Nacho tomó el rostro del rubio con un deje de tristeza y dejó un duce beso en sus esponjosos labios.
—Dios, jamás podré acostumbrarme a tu belleza.
Y Chris devolvió el beso con timidez, sin explicaciones, sin palabras que al menos justificaran o negaran todo lo que Ignacio había dicho. Jamás sería merecedor de su amor. Era tan consciente de ello que le dolía en cada célula de su cuerpo.
Iría, vería a su padre, y lo mandaría a la mierda, como tantas veces lo planificó en su cabeza.
***
—Oye, ¿a ti qué te pasa? —Andrés estaba preocupado—. Estás demasiado pensativo. Tú no eres así.
—Nada, es solo una tontería.
Nacho dejó el birome negro sobre el escritorio y se puso de pie.
