Malas noticias

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Draco fantaseaba con ojos verdes y una ligera sonrisa, y se preguntaba por qué no sólo podían dejar que pasase unas vacaciones tranquilas dentro del castillo, para variar. Leonis caminaba pegado a una de sus piernas, como un fiel guardián que exigía ser rascado detrás de las orejas cada poco tiempo.

Neville era el único que podía acompañarlos, pese a las protestas de Blaise y las preguntas, vía lechuza, de Hermione y Ron. En un principio, ni siquiera él iba a ir, según lo que entendió de la última reunión en que escuchó a los adultos hablar sobre la visita. Draco tuvo que recordarles que era su casa, al fin y el cabo; quien tenía derecho a entrar allí, no era otro que Neville.

Aunque su leve temblor le hacía regresar a una realidad donde, lamentablemente, Potter siempre volvía a casa por las festividades, ellos tenían una revisión que hacer, y se preguntaba si su amigo tendría un colapso nervioso o algo semejante. Esperaba que no.

—Uno a cada lado —Ya que Dumbledore era el único que podía atravesar las barreras antiaparición del colegio, los dos adolescentes tuvieron que sostenerse de sus brazos y seguir las instrucciones que les daban. Leonis ladró cuando le pidió que se quedase ahí, justo en la oficina del director, hasta que hubiesen regresado.

Se Aparecerían junto a la puerta de la casa de los Longbottom, allí donde una defensa más fuerte impedía incluso el paso del viejo director mediante magia. Debían cruzar esa puerta caminando. Snape sí iría con ellos, al igual que la profesora A.

—Todo sigue igual que ese día —Aclaró la bruja, con suavidad, más dirigida a Neville que a él, por una vez—. Recuerden que las búsquedas no han arrojado nada, pero tengan los ojos abiertos. Tú conoces mejor a tu abuela. Sabrás reconocer si hay algo que no sea suyo o pueda servirnos, ¿cierto? —Neville asintió de inmediato.

Draco todavía tenía dudas acerca de por qué, de acuerdo a esa línea de razonamiento, él tenía que ir. Apenas conocía a la señora Longbottom y nunca había entrado a la casa de Neville. Intentaba convencerse de que sólo haría de apoyo moral, o que intentaban utilizar su obvia conexión a todo lo relacionado a Voldemort, igual que harían con un rastreador.

Aunque la última vez que intentó hacerlo así, con el diario de Riddle, fue engañado por el falso y no resultó bien. No se los comentó.

Inclinó la cabeza, para asomarse por uno de los lados de la amplia túnica del director, y asintió a su compañero. Neville, que lo veía a su vez, lo imitó y se enderezó para tomar una respiración profunda. Estaba pálido, pero mientras no se desmayase, lo consideraría un éxito.

El tirón de la Aparición se los llevó. Fueron arrojados en el pórtico de una casa mediana, dos pisos, ancho reducido; no había nada en el pequeño patio cercado, en los tres escalones que dirigían a la puerta principal, o la fachada blanca y azul, que pudiese darles una pista de que un grupo de magos oscuros ingresó sin consentimiento meses atrás.

Tenía un mal presentimiento. Fue una vibración, leve, apenas perceptible, en alguna parte de su pecho, y un hormigueo en la cicatriz del pómulo, por el que se zafó del agarre de Dumbledore y dio un paso lejos. Se esfumó enseguida y notó que el director y su amigo lo observaban.

—¿Te pasa algo, Draco? —Él quería lloriquear, protestar, decirle que no tenía que hablarle con tanto cuidado, cuando estaban allí por un problema con su único familiar, y tendría que ser al revés. Draco debía ser el pilar, no su compañero.

Arrugó el entrecejo, se restregó la cara y se enderezó, dispuesto a sacudirse la incomodidad de encima por la fuerza, para estar centrado en lo que en realidad importaba.

—¿Vamos? —Los dos asintieron. Fueron los muchachos quienes entraron primero, porque las defensas se abrían para darle la bienvenida a Neville sin ninguna oposición; la profesora A y Snape les pisaban los talones, varita en mano, mientras daban vistazos alrededor.

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