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Devigi se imaginó el resto de su vida de esa manera.

 La tarde del viernes ella había llevado a Honey a su apartamento, por primera vez. Todo había estado tranquilo, solo unos berrinches por parte de Brigitte, pero esa noche se las había arreglado para hacer que ambos estuvieran alimentados, aseados y conformes antes de verles cerrar los ojos con el sueño.

 La mañana del sábado podría haberse considerado aún mejor, sin tantos berrinches y sin tanta timidez por parte de Honey, pasaron el día de compras. Las charlas con el felino se habían vuelto más cómodas luego de haber hablado sobre su expediente, y él parecía empezar a no sentirse un extraño en la casa. Para la tarde del sábado, a Devigi nada pudo haberle sorprendido más que encontrar a sus dos híbridos manteniendo una conversación en los sillones, a varios metros de distancia e inmóviles como estatuas, pero prestando suma atención a las breves y solidas palabras que salían de la boca del otro. Esa noche, sin peleas ni quejas, cada híbrido había buscado la forma de enrollarse a su lado mientras dormían, y Devigi nunca se había despertado tan feliz, teniendo los huesos tan doloridos.

 Todo el domingo pasó como se suponen que esos días sucedan. Calma y tranquilidad, el trío vistiendo sus ropas más cómodas mientras buscaban la forma de mantenerse entretenidos, en soledad o con una actividad grupal, como lo había sido el intento de crear un pastel que Brigitte había propuesto. Las palabras parecían sobrar mientras compartía miradas con los híbridos concentrados en sus propios asuntos y, ya por la noche, cuando Brigitte leía desinteresadamente las páginas de una revista de modas y Honey pasaba sus ojos por las imágenes del televisor frente a él, Devigi se dio cuenta de que eso no sería así por siempre.

Recordaba esa calma, la misma que la vez anterior. Reconocía la paz antes de la tormenta.

 Pues no es lo mismo el pasar de los días durante el fin de semana, que en un día habitual. Y ella sabía que mañana, cuando antes de dirigirse a su trabajo tuviera que dejar a sus dos híbridos en la guardería "Rabos y orejas", su corazón dolería con cada metro que se alejara de la entrada.

 Tal vez su dolor ni siquiera se compararía con el de Honey, quien parecía disgustado cada vez que no podía seguir a su ama a la habitación contigua. Mucho menos se compararía con el dolor de Brigitte, quien ya se había cansado de aquella situación hace mucho tiempo.

 Pero no había más alternativas, pues en el mundo real mantener una vida representaba esfuerzo, y hace tiempo que Devigi había aceptado no solo mantener su vida, sino también la de su compañera. Sumándose Honey a la ecuación, la idea de renunciar a una vida humana normal por el simple gusto que podría traerle convivir con sus dos híbridos todo el día, parecía indudablemente ridícula.

Ella debía trabajar, podía hacerlo, y Brigitte y Honey podían pasar un par de horas al día sin su compañía. Todo eso tenía todo el sentido que alguien pudiera buscarle.

 Pero aún así, el domingo por la noche, mientras pasaba su mano izquierda por la curva en la cadera de Brigitte y su mano derecha por las suaves mejillas de Honey, el pensamiento de que iba a cometer una equivocación le persiguió hasta la mañana siguiente.

 Para su suerte, Brigitte ya conocía la rutina del día a día, pues si no fuera por su instinto de levantarse un par de horas antes y comenzar a calentar agua para el desayuno, los tres probablemente hubieran seguido en la posición en la que habían caído dormidos.

 La seguridad con la que Honey había comenzado a moverse pareció abandonarlo ese día, obligándole a quedarse de pie en medio de la sala, observando cómo las féminas hacían con completa sencillez lo que a él le parecía un desafío.

🍯HoneyDonde viven las historias. Descúbrelo ahora