6. "La muerte roja"

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Criado en el Santuario desde muy joven y habiendo conocido pocos entornos más que aquel hasta que tuvo edad para emprender misiones fuera de la región, Deathmask encontraba reconfortante el espíritu medieval que, todavía en aquellos días, impregna...

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Criado en el Santuario desde muy joven y habiendo conocido pocos entornos más que aquel hasta que tuvo edad para emprender misiones fuera de la región, Deathmask encontraba reconfortante el espíritu medieval que, todavía en aquellos días, impregnaba la pequeña villa de Rodorio. Sus habitantes, protegidos por el Santuario y fieles devotos de Atenea, eran una rareza en el mundo moderno y se mantenían, por su propia voluntad y gracias al aislamiento geográfico de la zona, ajenos a la vorágine de tecnología e individualismo que abrumaba al caballero siempre que tenía que viajar.

Lo cierto era que, en muchos aspectos, Rodorio parecía haberse quedado atrapado en algún punto de siglos anteriores, sin wifi ni teléfonos móviles, sin telecomunicaciones o buenas carreteras, y precisamente por eso era un lugar seguro para los caballeros de Atenea y el Patriarca, que, a cambio de la colaboración económica de los ciudadanos para su manutención, ejercían las funciones de policía, juez y árbitro de litigios en una suerte de sistema casi feudal, con el beneplácito del gobierno griego, que no se inmiscuía en los asuntos de la pequeña aldea salvo casos de fuerza mayor.

El caballero de Cáncer paseaba aquella mañana por el mercado del pueblo, adonde había llegado en busca de un puesto en concreto: el de películas de segunda mano. No era una afición de la que hablase demasiado, pero durante sus misiones por Europa había conseguido un modesto televisor y un reproductor de VHS y, cuando no pasaba la noche montando guardia o cabreando a alguien, solía encerrarse en su templo a ver cintas clásicas, sobre todo de sus compatriotas Fellini y Visconti, acompañado en ocasiones por algunos de sus compañeros de armas. El problema era que el tipo que le conseguía las películas pasaba poco por la aldea, dado que el cine no era un espectáculo apreciado por los rodorienses, y eso obligaba a Deathmask a bajar cada vez que había mercado para intentar localizarle.

Aquel día había tenido suerte, pensó mientras caminaba entre los tenderetes que ocupaban ambos lados de la avenida principal del pueblo hasta convertirla en una estrecha callejuela, así que ya podía volverse a casa. Se disponía a emprender el camino hacia el Santuario, con el par de películas adquiridas en la mano, cuando distinguió entre los paseantes la silueta de la camarera... Tenía que ser ella, ese trasero enfundado en vaqueros desgastados era absolutamente inconfundible.

Kyrene, con el cabello suelto y una sencilla camiseta de rayas rojas y negras, escuchaba la charla del frutero, que le iba pesando y envolviendo los encargos a la vez que la ponía al día de las últimas novedades acaecidas en el pueblo. Sonreía y acariciaba la cabeza del pastor alemán que la acompañaba, un animal de pelaje negro y aspecto tranquilo que meneaba el rabo con cada mimo que recibía. Aquella chica lucía mejor al aire libre que bajo la amarillenta luz de la taberna, se dijo Deathmask a sí mismo, mientras se le acercaba por detrás para saludarla a su peculiar manera, cuchicheando por encima de su hombro:

La redención de CáncerDonde viven las historias. Descúbrelo ahora