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Su recuerdo más antiguo era el rostro de su madre; le parecía increíblemente hermosa, con aquella mirada profunda del color del lapislázuli. Decían de él que había heredado los ojos y el cabello de ella y la complexión física y los rasgos de su padre, pero ahora ya daba igual.

Se había criado en una familia normal: su madre regentaba una confitería y su padre era un concienzudo forense. Fue, precisamente, la profesión de su padre la que atrajo la desgracia sobre ellos cuando el niño tenía solo tres años: se le encomendó la autopsia de un afamado empresario asesinado en extrañas circunstancias y, como resultado de su trabajo, un clan de criminales decidió acabar con él.

Nadie supo nunca si el forense murió por no dejarse comprar o si, en cambio, se vendió a la gente equivocada, pero una noche -y el pequeño lo recordaba a la perfección- unos sicarios irrumpieron en la vivienda familiar. El padre se encontraba en el salón, poniendo la mesa junto a los hermanos mayores, y la madre estaba bañando al chiquitín en la planta de arriba.

Al oír el estruendo, la madre, alarmada, sacó al niño de la bañera envuelto en una toalla y, con él en los brazos, se asomó desde la parte superior de la escalera, a tiempo para ver cómo aquellas bestias descerrajaban un tiro entre las cejas del padre. Los hijos mayores gritaron, presas del pánico, y fueron los siguientes. El pequeño rompió a llorar y los asesinos les vieron. Uno de ellos sonrió cuando sus ojos se encontraron.

Su madre no le soltó en ningún momento, ni siquiera cuando volvió como una exhalación al dormitorio, abrió la ventana y arrojó como pudo el edredón al suelo del patio, en busca de una escapatoria para ambos.

La redención de CáncerDonde viven las historias. Descúbrelo ahora