Capítulo 27

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Me guió hacia la única sala que no había podido pisar al estar la puerta cerrada y me asombré con lo que había dentro. Una habitación de color naranja pastel se abrió paso ante nosotros. Era un naranja claro, como el del amanecer y transmitía mucha paz. No cabía duda que era para el bebé por la cuna que se encontraba en un extremo, frente a una cómoda y un armario de pared a pared. El inmobiliario era blanco y el suelo oscuro, lo cual resaltaba aún más el color de la pared, que suponía que había escogido al no saber el sexo del bebé. Las paredes estaban diáfanas, excepto por unos marcos de fotos en los que no había colocado aún imágenes. Bajo la ventana se encontraba un banquito con peluches de animales de todos los tamaños posibles y, al lado, una pequeña mecedora con cojines que colgaba del techo.

–¿Te gusta?– me preguntó mientras analizaba mi expresión.

No pude evitar que mis lágrimas descendiesen por mi ojos, enternecida ante lo que veía. Odiaba el hecho de que él no hubiera querido saber nada de nosotros hasta ahora y no comprendía el por qué, aunque tampoco le había dejado explicarse. Odiaba sentirme tan insegura cada vez que le tenía cerca y odiaba aún más que quisiera volver a la relación que teníamos antes porque una parte de mí sabía que nunca volvería a ser lo mismo, que nunca confiaría de la misma manera. Y aún tenía muchas cosas que resolver como lo del vídeo, lo de la carrera... No quería pensar en mis emociones porque cada vez que lo hacía me hundía más y más y me daba miedo estar sumergida en el pozo en el que había estado estos meses atrás.

Me senté en la mecedora, exhausta. Me di cuenta de que la había hecho a mi medida, ya que yo era bajita y no había tenido que ponerme de puntillas para sentarme, lo que hizo que me sintiera aún peor.

–¿Es por la pared?– preguntó, preocupado, mientras se arrodillaba frente a mí para mirarme a la cara –Al no saber el sexo del bebé no supe de qué color pintarla y pensé que este te gustaría pero si quieres puedo volverlo a pintar del color que quieras...

Retiré la vista cuando le interrumpí: –No, Kane.

Inmediatamente dejó de hablar y me intentó acariciar la mano, pero me deshice de su contacto. No estaba preparada para hacerle caso a las mariposas que sentía en el estómago cada vez que le tenía cerca o las pataditas del bebé cada vez que escuchaba la voz de su padre. Quería ignorar el hecho de que él había estado ausente durante meses y las únicas cosas que sabía de él eran por los partidos que había estado jugando en la liga profesional. Quería hacerlo, pero no podía. No podía borrar de mi memoria cómo me sentí el día que me echó, ni tampoco podía borrar los días siguientes que se convirtieron en semanas y, al final, en meses. Estaba destrozada y sin apenas fuerzas para luchar contra la atracción que era palpable que teníamos y eso me frustraba porque no quería sentirme atraída hacia él. Le había dejado muy claro que no quería nada con él, pero cuando hacía cosas así como preparar toda una habitación para el bebé hacía que me plantease muchas preguntas. Como por ejemplo, ¿por qué se había molestado en hacer algo así cuando ni el bebé ni yo formábamos parte de su vida? Estaba claro que el reencuentro le había llenado de falsas ilusiones.

–Me duele tanto verte así...– dijo, con pesadumbre. Miré sus ojos azulados y me di cuenta de lo cerca que estábamos, pero no me podía apartar más de lo que ya lo estaba.

–Si tanto te duele, ¿por qué nos echaste?– pregunté. Estaba sorprendida de haber reunido el valor para hacerle la pregunta que tanto temía. La verdad era que no sabía si estaba preparada para la respuesta cuando Nash apareció en la habitación, sobresaltándonos, así que agradecí internamente no haber escuchado lo que Kane tenía que decir.

–Mami, ¿estás bien?– cuestionó Nash cuando vio mis lágrimas. Se acercó a mí e hizo a un lado a Kane para sentarse en mis piernas y me abrazó como un koala.

Le acaricié la espalda de arriba a abajo y él trató de no pegarse mucho a mí por la tripa. Cerré los ojos, aspirando el olor de su pelo. Le había echado demasiado de menos y eso me aterraba. –Claro que sí, corazón, es solo que esta habitación es demasiado bonita– mentí. No era que no fuese bonita, si no que no lloraba por eso. ¿O sí? Yo ya no sabía cuál era el motivo de mis lágrimas ya que las hormonas me tenían alterada y mira que necesitaba estar tranquila para el bebé.

–Papi, ¿podemos ir a la playa?– preguntó el pequeño. Aproveché el momento para intentar salir de aquí, puesto que se me estaba haciendo muy duro todo esto y necesitaba tiempo para procesarlo todo.

–Me temo que Choco y yo deberíamos irnos– le dije a Nash y vi cómo se le borraba la sonrisa. Odiaba ese momento en el que la gente dejaba de sonreír cuando segundos antes habían presenciado la felicidad o, al menos, un intento de ella.

–¿No puedes quedarte un rato más?– presionó un poco.

–No pasa nada, renacuajo. Pueden volver cuando quieran– Kane me defendió ante el apuro que se debía reflejar en mi cara. –Además en un rato vendrán Zoelene y Ezra, ¿recuerdas?

Nash asintió y volvió a florecer una sonrisa en su rostro. Agradecí internamente que no hiciera más preguntas, aunque percibía que el pequeño ya sabía que Kane y yo no estábamos juntos por cómo actuaba. En ningún momento me había preguntado el por qué no había traído mis cosas de casa de Maia.

–Venga, hombretón. Acompañémosle a su casa– repuso Kane mientras le revolvía el pelo a su hermano. Siempre hacía eso y Nash no parecía quejarse mucho. Nash se levantó de mis piernas y Kane me ayudó a ponerme en pie a pesar de no habérselo pedido. Le puse el arnés a Choco, que permanecía feliz en el amplio jardín y emprendimos camino de regreso a casa de Maia.

SEPARADOS ©Donde viven las historias. Descúbrelo ahora