Prólogo

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La Cosecha.

Aquella mañana todos estaban atentos a las televisiones esperando con ansias y, algo de tristeza, a que anunciaran la temática de los Juegos del Hambre del Vasallaje de los Veinticinco. Después de todas las muertes y los intentos fallidos del innombrable Sinsajo (Katniss Everdeen) por rebelar a los 13 Distritos contra el Capitolio, nadie esperaba misericordia ni empatía. El Capitolio estaba deseoso de venganza. De recordar, como siempre, que eran invencibles. Que ni siquiera los distritos unidos pudieron vencerlo.

En el Distrito 7 una familia bastante numerosa miraba las pantallas con unos nervios palpables. Sin embargo, a pesar de ser tantos, no habían tenido muchísimas dificultades por sobrevivir, pero tampoco habían tenido la mejor vida. Y pasaban hambre, como la mayoría. Eran ocho hermanos, muy diferentes y con bastante diversidad entre ellos.

El salón estaba en silencio y todos los ojos posados en el dorado logo del Capitolio. El Presidente Snow (sin saber cómo, después de tantos años, seguía vivo y exactamente igual que hace veinticinco años) apareció en pantalla después del intenso himno que puso a los ocho chicos la piel de gallina.

—¿Qué creéis que será? —preguntó Roan, temiendo por el resto de sus hermanos. Tenía algo claro: si salía cualquiera de ellos, él se presentaría voluntario. Eran los primeros juegos tras veinticinco años. No tendrían piedad.

 —No lo sé, pero esperemos que nada muy malo. Nunca hemos vivido unos Juegos... —contestó Kris, intentando disimular que estaba temblando. 

—Y, aún así, estamos preparados —interrumpió Adrien, sabiendo que no dejarían escuchar el discurso del presidente Snow—. Dejad escuchar, ya hablaremos después.

Todos obedecieron al mayor de los hermanos. El Presidente recitó las palabras que la familia Marteen había escuchado anteriormente en las setenta y dos grabaciones de los pasados Juegos del Hambre. Y, después, las mismas palabras que también decía en concreto en las dos de los Vasallajes de los Veinticinco. Un chico rubio y joven se acercó con una caja cerrada, que entregó al Presidente, y después hizo una reverencia, retirándose.

Un brillo de sátira se veía en los ojos del presidente, obviamente iba a disfrutar lo que estaría a punto de leer. Abrió la caja con lentitud, creando expectación. Sacó un papel blanco con brillo dorado y se relamió los labios.

—En este Vasallaje de los Veinticinco, celebramos los cien años de los fabulosos Juegos del Hambre. Este aniversario debe ser inolvidable, 100 es un número bastante grande —se aclaró la garganta y leyó con media sonrisa—. A sorteo, seis de los doce distritos sacarán a un tributo de las urnas: da igual sea mujer u hombre. 

—De momento nada grave —dijo Lauren confundida.

—Y, los familiares de entre 12 y 25 años serán obligados a entrar a la arena junto al tributo —acabó el señor de pelo blanco. Volvió a relamerse los labios—. Felices Juegos del Hambre, y que la suerte esté siempre de vuestra parte.

Todo se quedó en silencio unos segundos, mientras trataban de asimilar lo que acababa de decir el señor peliblanco. Pero Lauren comenzó a hiperventilar, a lo que todos se apresuraron a consolarla.

—Lauren, somos doce distritos. Y cada distrito tiene muchas personas, no nos van a elegir —insistió Roan, sintiéndose algo impotente. ¡Ese señor estaba loco!

—Sí. No nos va a pasar nada, tranquila —añadió Kris, que tenía el corazón a mil. 

Todos vieron llegar a su madre de trabajar, cansadísima, aunque no había tenido la oportunidad de ver la televisión. Habían quedado en que ellos le contarían la temática elegida de los Juegos cuando llegara, pero la señora Marteen tuvo un mal presentimiento al ver a sus seis hijos aglomerados alrededor de Lauren y de Marianne, que también había comenzado a jadear de preocupación.

—¿Qué está pasando?

—Los familiares del tributo sacado de las urnas tendrán que entrar a la arena. Serán tributos también —explicó Kean. La señora Marteen sintió que el mundo se le caía a los pies. Intentó respirar. 

—No pasa nada, mamá. No seas igual de pesimista que ellas —señaló Kris a Lauren y Marianne, que le devolvieron una mala mirada.

—Y-yo... —susurró, intentando calmarse. Tenía que ser optimista, como bien le decía una de sus dos hijas rubias, al igual que ella. Terminaron de explicarle lo demás, que no serían todos los Distritos, sino seis de ellos—. Está bien, chicas, a lo mejor ni siquiera sale seleccionado el Distrito 7.

—Sí, justo lo que les estábamos diciendo. ¿Cenamos? —preguntó hambriento Adrien, ya que por fin su madre había regresado del trabajo. Todos asintieron, de acuerdo, aunque algunos de ellos habían perdido el apetito ante el pensamiento de sus hermanos en la arena de los Juegos del Hambre.

Al día siguiente, aparte de la cosecha, se dirían los resultados de los Distritos seleccionados. Los hermanos Marteen, a pesar de haber intentado calmar a Lauren y Marianne, no pudieron pegar ojo. Y es que no habían tenido tiempo de asimilar una cosa: en el Distrito 7 había pocos adolescentes de entre 12 y 18 años. Después de la Guerra hacía veinticinco años, muchos de los supervivientes no pensaban en tener hijos, en más bocas a las que alimentar.

Todos se prepararon para la cosecha por la mañana.

Tuvieron que registrarse por primera vez, cada uno en la zona de edad que les correspondía: Marianne, la más pequeña, de 15 años; Lauren y Cara, con 16; Alexander, de 17; y Kean de 18. Algo nuevo que no se hacía anteriormente en las Cosechas fue aplicado. Crearon áreas para los de 19 hasta los 25 años, aunque no tenían que registrarse como los menores. Kris se fue junto a los de 19, Roan con los de 20 y Adrien tuvo que juntarse con los pocos que había de 21 años. A Adrien le pareció un alivio no tener que registrarse: le ponían demasiado mal las agujas. Lauren no corrió la misma suerte y tuvo que apretar los ojos para no mirar.

Ver aquello era similar a ver un corral: los niños y jóvenes separados por edades, listos para ir al matadero. En vez de dos, aquel año solo había una urna, que contenía muchísimas papeletas. El alcalde del Distrito ya estaba sentado en una de las sillas y, a su lado, una mujer que parecía estar muerta en vida.

Johanna Mason, la mentora del Distrito 7. 

Una señora de cara amargada salió al escenario, con las pintas coloridas que se llevaban de moda en el Capitolio. A los hermanos les parecía fascinante (en el mal sentido) que esos veinticinco años parecieran un paréntesis. Se seguían usando las mismas prendas que antes de la guerra; la gente actuaba igual que antes de la guerra; y, sin embargo, había cosas prohibidas. Obviamente, todo lo que tuviera que ver con la rebelión.

—Buenos días, Distrito 7 —empezó a hablar la señora de ojos oscuros. Miró rápidamente a todas las caras que pudo—. En dos minutos comenzará el comunicado que dará el resultado de los Distritos finalistas. 

 Nadie habló. Solamente se oía a un bebé, llorando. Kris sintió que una gota se escurría por su espalda: sudor. Miró por encima de su hombro a todos los que tenían plaza en la cosecha: Marianne, Lauren, Cara, Alexander y Kean. Cinco. Cinco posibilidades de acabar en esos juegos diabólicos. 

Las grandes pantallas de la plaza rugieron el himno, lo que venía seguido del presidente Snow con seis papelitos en las manos. 

—Distrito 1, Distrito 2, Distrito 4, Distrito 7, Distrito 11 y Distrito 12 —habló, e inmediatamente las pantallas se apagaron.

A Lauren le temblaron las piernas, tanto que temió caerse al suelo. Marianne contuvo el aliento ojiplática. Cara le agarró la mano a Lauren, sabiendo que así las dos se mantendrían en pie. Alexander sintió ligeras náuseas y un gran nudo en la garganta. Kean simplemente quería acabar con ello: había mucha gente, sería de muy mala suerte que alguno de los cinco hermanos menores acabara saliendo como tributo. Adrien cerró los ojos, sintiendo su corazón acelerado. Kris casi chasqueó la lengua con molestia y escondió su ligero gruñido asustado. Roan intentó mantener la compostura y ponerse en situación; ofrecerse como voluntario no arreglaría nada esa vez.

—Está bien —habló con un susurro la señora del escenario. Los agentes de la paz la apuntaron, cosa que desconcertó a la mayoría. La señora, algo más nerviosa al tener tantas metralletas en dirección a su frente, metió temblando la mano en la urna. Removió un par de veces antes de sacar un papel blanco rectangular y se acercó el micrófono a la boca para leer el nombre. Lo leyó primero en bajo y después lo dejó saber.

—Cara Marteen.

Los juegos del hambreDonde viven las historias. Descúbrelo ahora