Yo conocía la historia de Jonás y la ballena. Incluso he llegado a admirar esta historia, pero nunca me imaginé que yo mismo me enfrentaría, alguna vez, a una situación semejante a la que debió padecer aquel personaje bíblico. Y cuando de pronto me encontré en ese lugar en el que nunca antes había estado, no supe qué hacer, y simplemente permanecí allí, inmóvil y en silencio, en la oscuridad absoluta, aguardando.
Desde esa región desconocida, podía escuchar el corazón de la bestia, latiendo pesadamente. Y también otros ruidos, que podrían deberse a movimientos intestinales, musculares, o a la circulación de fluidos.
La bestia no pudo matarme, pero me devoró. Me devoró sin causarme ningún rasguño, enviándome directamente a su estómago, a un laberinto mucho más siniestro que aquél en cuyo centro me encontré con ella, porque las resbaladizas paredes que me circundaban se estrechaban y se expandían, continuamente, y a veces se acercaban demasiado entre sí, por lo que empecé a temer que pudieran aplastarme en cualquier momento. Además, ya sentía que me faltaba el aire, y también el hambre me atormentaba.
Tenía que actuar rápido.
Yo portaba un puñal. Allí estaba también su corazón, aunque yo no podía verlo, pero sí lo escuchaba, y me resultaba fácil localizarlo, si bien los hombres que me enviaron a la fortaleza me dijeron que, para ultimar a la bestia, debía cortarle la cabeza, lo cual me había resultado imposible dados los recursos con los que contaba.
Tenía que arriesgarme. Hundir el puñal en su corazón, con la esperanza de ser regurgitado, o de poder abrirme paso a través de la bestia, hacia el exterior, con la ayuda de ese mismo puñal. Porque yo había llevado solamente eso: un puñal, ya que me parecía ridícula la idea de que el Minotauro, aquel ser colosal con el cual, según la mitología griega, se había enfrentado Teseo, estuviera vivo, en nuestra época, en pleno siglo XXI.
Pero era verdad. Al menos, había en esa región del mundo un laberinto, un recinto gigantesco y poblado de pasillos que se entrecruzaban de una manera que parecía ser interminable. Y en el centro de esa construcción, había un animal, o un hombre con cabeza de animal, también gigantesco.
¿Era la criatura que describía el mito griego? Tal vez sí, aunque ya no me importaba. Lo que me importaba era salir de su estómago. Por lo que tomé finalmente la decisión de apuñalar su corazón, y cuando lo hice, la sangre que surgió de la herida que causé fue tan cuantiosa que comenzó a anegar el interior del animal, mientras yo intentaba que mi cabeza permanezca por encima de la superficie del líquido que subía constantemente.
Me arrepentí inmediatamente de haber tomado esa decisión. La sangre prácticamente saturó las entrañas de la bestia, y yo no encontraba un espacio en donde pudiera mantener mi nariz fuera del creciente caudal que intentaba ahogarme.
Me ahogaba. Sentía que ya me ahogaba, mientras nadaba en la tumultuosa sangre, como Jonás en el mar.Y al advertir nuevamente una similitud entre lo que yo estaba viviendo y aquel antiguo episodio bíblico, me atreví a repetir la fórmula con la que el protagonista de aquella historia se había salvado, y grité, en la sofocante oscuridad: "¡ Oh, Señor, sálvame!".
Y entonces una especie de espada de luz, o furioso relámpago, abrió súbitamente las tinieblas que me envolvían, y mis ojos volvieron a ver lo que creí que nunca más volvería a ver: el cielo, el hermoso cielo celeste que gravitaba sobre la fortaleza.
El animal me había escupido.
Al querer deshacerse del manantial descontrolado que lo invadía interiormente, también se deshizo de mí, por lo que me encontré nuevamente frente a él. Ambos expectantes, perplejos y ensangrentados. Porque no dejaba de escupir sangre. No, el animal no dejaba de escupir sangre, pero no había muerto. Tal vez ni siquiera estaba agonizando. Aquellos hombres tenían razón: había que cortarle la cabeza. Pero yo me reí de sus consejos, desoí sus órdenes, y ahora mi arma era demasiado elemental para ese vasto propósito, y me sentí completamente incapaz de enfrentar a mi adversario, el cual me observaba, fijamente, con sus grandes ojos casi totalmente negros, con espesas cortinas de sangre que colgaban de sus fauces y que caían lentamente sobre su pecho. Su pelaje negro se mezclaba con esa efusión rojiza, y entonce recordé un escudo que vi en una de las muchas cámaras de la fortaleza: un enorme escudo de plata, una de cuyas mitades era roja, y la otra negra, y en cuyo centro campeaba la imagen de un hombre enredado en una serpiente.
Corrí hacia la cámara en la que había visto el escudo, y la bestia corrió detrás de mí, pero antes de que pueda alcanzarme llegué al destino que me había propuesto. Tomé el enorme escudo que colgaba de aquella pared y, cuando la bestia se lanzó sobre mí, lo arrojé contra su cuello.
Su cabeza rodó por el suelo del laberinto. Los rayos del sol del mediodía brillaron en los filosos bordes del escudo. El decapitado cuerpo se desplomó, y fue como si una gigantesca campana de hierro cayera sobre la tierra seca que mi enemigo y yo estábamos hollando.
Me sorprendió que yo haya tenido la fuerza suficiente como para esgrimir de esa manera mi nueva arma, ya que, al consultar el calendario de mi reloj pulsera, descubrí que yo había permanecido tres días en el vientre de ese animal. Y, al descubrir esta cifra en mi reloj, comprendí que mi vida no sólo se había enredado con la de aquellos elementos de la mitología griega, sino también, como yo ya lo sospechaba, con otra historia, acaso más sombría y trascendental, y que la bestia no me mató porque las fuerzas cósmicas que controlaban a la ballena que engulló a Jonás se apoderaron de ella.
No sé cómo explicarlo. Es como si diferentes momentos influyeran, unos sobre otros, modificándose entre sí.
Algunos meses después, conocí el significado de aquel escudo en el que estaba representada la lucha entre un hombre, un hombre cualquiera, de nuestra época, y la famosa y legendaria serpiente griega Pitón, así como, del mismo modo, en otro escudo, alguien labrará la imagen de la batalla que yo mismo he protagonizado, para adornar con ella el centro de aquel laberinto de cuyo último inquilino la humanidad acababa de ser liberada. Un misterioso artista (nunca supe su nombre) se encargaba de inmortalizar, con estos ornamentos, las sucesivas victorias de nuestra dimensión espacio-temporal, en el mismo sector de la fortaleza en el que se había desarrollado el combate. Pero pienso en las entidades de otras mitologías, o religiones, que también se encuentran encerradas en algún lugar todavía insondable, preservadas del tiempo, planificando la manera de apoderarse nuevamente de nuestra civilización, y me pregunto si quien fuera enviado a detenerlas tendrá la misma suerte que tuve yo, y que tuvieron también quienes me precedieron en el largo camino hacia el centro de esa fortaleza, o si, por el contrario, la humanidad volverá a encontrarse alguna vez bajo la hegemonía de aquellas ilustres monstruosidades.
Pero, por ahora, tengo la certeza de que la fortaleza a la que he sido enviado quedó completamente deshabitada. Si bien aquella construcción estaba ubicada en uno de los tantos universos paralelos que las ramificaciones del tiempo y el espacio han generado, y que continuamente intentan ingresar a nuestra realidad, y también a otras realidades, ya que nuestro pasado es la actualidad en otro Universo, así como nuestro presente ya es, en otro Universo, parte del pasado.
Por lo pronto, nuestra realidad, nuestra historia, ha ganado. Se ha impuesto a las divinidades griegas, y también al implacable mar que sacudió, alguna vez, la rebeldía de Jonás. Tres épocas diferentes, tres universos que luchaban por existir más allá de sus propios límites, y por imponer sus propias características, y que quizá alguna vez vuelvan a encontrarse, si es que acaso no se consigue controlar la terrible máquina del tiempo que logró abrir un pasaje hacia un mundo paralelo, como la ciencia se había propuesto, pero también, accidentalmente, hacia otros, provocando así el entrecruzamiento de éstos y una competencia desesperada por ocupar un mismo espacio, y un mismo tiempo.
Y esto es todo lo que puedo decir sobre el nefasto proyecto científico que se ha llevado a cabo en la ciudad de Nuremberg, y a cuyas increíbles consecuencias todavía deberemos enfrentarnos, y también sobre mi experiencia en la dimensión a la que he sido enviado.
Pero esto recién ha comenzado. Yo sé que ésta ha sido sólo la primer batalla.
Marco H. Ford, soldado de la división sexta del Escuadrón Mayor de Cleveland.
22 de abril del año 2020.
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El devorador de planetas y otras historias
Science FictionHistorias breves de ciencia ficción (Algunas historias están relacionadas entre sí, en forma secuencial o a través de Spin-offs, y forman un único relato, y otras no tienen ninguna conexión con esta trama general)