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Los amigos iban a pescar. Con suerte, conseguirían atrapar alguna mojarra o un guapote, aunque lo más probable era que solo consiguieran algunas pepescas. Daba igual, bastaba con que se pudieran dorar en la sartén; no eran vanidosos. Cualquier presa que llenara el estómago era bienvenida. Además, no era tanto por lo que pudieran pescar, sino lo mucho que les gustaba ir al Arroyo.

Era temprano todavía, pero por ser domingo, encontraron ya mucha gente en las orillas del ramal. En realidad, el arroyuelo se llamaba Nacimiento de la Montaña, pero todos le llamaban simplemente Arroyo o Nacimiento.

La gente llevaba sus lavaderos de madera o, si eran de las madrugadoras, tomaban posesión de las grandes piedras para después ponerse a lavar los cestos de ropa.

Doña Cecilia, la madre de Luis, a veces iba ahí; también doña Araceli, si bien esta última tenía una lavadora de gran potencia, no obstante, le gustaba compartir con el resto de las comadres.

Cristian y Luis obviaron la hilera de matronas que se preparaban para hacer la colada. La chiquillada ya andaba revolviendo las cristalinas aguas y las muchachas ayudaban a las señoras a preparar todo.

Ambos muchachos no dejaron de echar una ojeada a las jóvenes más bonitas. Pero siguieron de largo, sabían que era una pérdida de tiempo quedarse tonteando por allí para verlas otro rato; los ojos de las matronas los observaron con gesto severo a su paso.

Se detuvieron hasta que dejaron de oír el bullicio de las lavanderas, en un claro que todo mundo llamaba el Tamarindo, por el enorme y nudoso árbol que hundía sus gruesas raíces en el agua, al borde de un pequeño bosquecillo por el que el Arroyo ascendía hasta llegar a los cerros donde nacía. De ahí hacia arriba eran los únicos puntos donde se podía pescar, además de que el agua siempre estaba límpida e invitaba a todo aquel que quisiera darse un chapuzón.

Si a uno le gustaba pescar y quería atrapar una buena presa, tenía que ir al Subín o más allá de este, aunque para ello tenías que tener cuerdas más grandes, arpones y hasta un cayuco. Ni Luis ni Cristian poseían lo uno ni lo otro. Claro que si se lo proponían podían conseguirlos, no obstante, para qué ir a un río de aguas turbias y malolientes cuando podían ir al cristalino y apacible Arroyo. Es cierto que la pesca no era la misma, pero no iban ahí por supervivencia, sino por placer.

Mientras comentaban lo linda que era la muchacha que llevaba el vestido rojo, se sentaron en unas raíces grandes y nudosas del enorme tamarindo, y empezaron a desenrollar las cuerdas. Luis también buscó su teléfono para poner un poco de música. Fue en ese instante que Cristian vio movimiento a su izquierda, tras unos matorrales.

―Hay alguien allí ―susurró a Luis.

El muchacho dejó de buscar música en su celular y miró hacia donde indicaba Cris. Durante un momento no pasó nada. Nada se movió, ni ellos ni el arbusto. Cuando parecía que nada iba a ocurrir, que Cristian había sido engañado por el reflejo del agua, el arbusto se movió otra vez.

Ambos chicos se pusieron de pie de un salto y se miraron interrogativos. Cristian fue el primero en ir a ver. Luis lo siguió a tres pasos de distancia.

Titubeó al momento de asomarse por los matorrales. De pronto tenía la sensación de que nada de lo que allí había le concernía de manera alguna. Tuvo la fuerte premonición de que, fuera lo que fuera, no tenía que ver con él, y que únicamente le acarrearía problemas. Durante un momento absurdo incluso pensó que tras el arbusto le esperaba un lagarto, que había ascendido desde el Subín, listo para echársele encima.

Al final, se armó de coraje y se asomó cauteloso sobre la maleza.

Si efectivamente un lagarto se le hubiera echado encima, no se habría sorprendido menos.

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