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El chico de la Pulsar era una de las anclas, Cristian Cáceres se llamaba.

«¿Me habrá reconocido? ―se preguntó David― Por el rostro que puso, creo que sí». ¡Oh, cuántos deseos había tenido de echársele encima y molerlo a palos! La paliza que le habían propinado no se olvidaba fácilmente. «Aunque seguro que él sufrió más a manos del Seco. ¡Y cuantas ganas tenía de unírmele!»

Sin estar seguro de si lo había reconocido o no, dobló en calle Occidente, lo que menos quería era darle una idea de donde vivía. Dos cuadras más adelante entró al bar No Me Voy y pidió una cerveza.

Afuera, la lluvia se había convertido en tormenta y golpeaba la lámina como granizo. Un señor de sombrero, viejo conocido de David, le indicó que fuera a sentarse a su mesa, pero este negó con la cabeza. Necesitaba estar solo. Esa era una noche especial.

Se bebió la primera Gallo de dos largos tragos y pidió otra. Una de las servidoras (no solo de bebidas) se la llevó en cuanto alzó un dedo. Era una muchacha con el pelo teñido de rojo y piel bronceada. Apenas si lo miró cuando le llevó la segunda Gallo. No es que fuera orgullosa o creída. Dos noches atrás David había pagado por sus servicios, y había sido... un tanto brusco. Si no lo acusó con el propietario fue porque le pagó el triple.

El asunto del dinero era algo que no le preocupaba desde que se aliara con el resto de los chicos. Si todavía vivía en la vieja casa de su padre, con la madera podrida y las láminas oxidadas, era simplemente para no llamar la atención.

A las seis y media de la tarde el agua todavía repiqueteaba sobre el techo del bar. David había pedido una tercera cerveza y las tripas empezaban a protestar por hambre. «¿Y si voy por un bistec?», se preguntó, lo pensó un minuto, y luego negó en su mente.

Lo que hizo fue pedir una cuarta cerveza. Esa noche era especial y no quería terminar vomitando a mitad de la diversión. Ya le había pasado antes, y no era un episodio que quisiera repetir. Lo que sí pidió fue un poco de limón y maní sin cáscara, para engañar al estómago solamente.

La mesera (la misma chica pelirroja) llevó el maní en un platillo y partió el limón en la mesa. Los movimientos de la muñeca de la chica le parecieron hipnóticos. Esos mismos movimientos ágiles y flexibles hicieron que David se preguntara qué pensaría la chica si le quitaba el cuchillo y le troceaba un dedo.

―¡Ey! ¿Qué hace?

La pregunta lo sorprendió con su mano a escasos centímetros de la muñeca de la fémina. Su rostro denotaba enojo y alarma. La pelirroja retiró la porcelana y terminó de tajear el limón.

«Si hubiera llegado a quitarte el cuchillo, lo que menos te habría preocupado sería terminar de tajear el limón», pensó, y ese pensamiento lo asustó, pues no le pareció que fuera enteramente suyo. «Sí lo pensé yo», corrigió muy convencido. Lo que lo asustó fue los deseos que había sentido por tomar el cuchillo y matar a la mujer. No recordaba que sus deseos secretos pudieran cobrar tanta intensidad.

―Solo quería una rodaja de limón ―dijo, ronco.

La mujer empujó el platillo con las boquitas sin amabilidad, aunque tampoco de forma brusca. No tenía ni idea de que estaba ante un loco que un segundo antes había fantaseado con matarla. Probablemente solo había pensado que su amante de hacía dos noches quería tomarle la mano. Por su actitud, dejaba a las claras que no se acostaría con él aunque le pagara diez veces el precio habitual.

«¿Y por qué iba a hacerlo?, antes la golpeé y la violé y ahora fantaseaba con matarla». Esa idea lo hizo sonreír y bebió un largo trago mientras miraba a la muchacha caminar a la barra.

A la siete la lluvia había amainado. No había dejado de llover, pero al menos ya no era tanto una tormenta como una fina y pertinaz llovizna.

A las siete y media, tras terminar su quinta Gallo, el Sapo se convenció de que la lluvia no amainaría por completo, de manera que pagó la cuenta y salió a la calle con el cuello encogido. Chapoteó entre las corrientes que recorrían las calles hasta llegar a casa, ubicada en barrio Bethel.

Jeremías, ya de cuarenta y tantos años, flaco y de prominente barriga, removía algo en una cazuela puesta en el fogón.

―Son frijoles con carne ―dijo, mientras su hijo se escurría un poco de la lluvia que había recibido―. Me indigestan, pero fue lo único que hallé. Me parece que la carne ya estaba echándose a perder.

―Come solo ―repuso David, con voz exenta de cariño filial ―. Mañana repondré la despensa.

―Tampoco hay cerveza.

―Esta mañana había un cartón en el mueble.

―Tú lo dijiste: había...

―Bien, compraré más mañana ―accedió con cansancio.

Hacía más de un año que Jeremías no trabajaba, y no porque alguna enfermedad o incapacidad se lo impidiera. El día que fue despedido de la plantación de papaya en la que laboraba tenía la firme intención de encontrar otro trabajo. Luego se dio cuenta de que David proveía la casa con los insumos necesarios y pronto se abandonó a vivir a expensas del mal habido de su hijo.

David se lo permitió de buena gana, después de todo, nunca le dio un sermón moral sobre lo recto o torcido de sus acciones. Con Jeremías uno podía ser lo que quisiera. Se lo permitía también porque, después de todo, era su padre. Sin embargo, en los últimos meses había empezado a hastiarse.

El armario de su habitación tenía una gaveta que solo era la mitad de una. La otra mitad era un cajón oculto que únicamente podía abrirse por atrás. En ella guardaba la máscara de sapo que usaba para los trabajos de campo; algunas de sus mejores navajas; dos pistolas, un revólver treinta y ocho, una nueve milímetros y dos cajas de municiones. Todo lo demás permanecía en la Guarida.

La navaja que cogió para su diversión era de hierro; hierro la empuñadora y hierro la hoja, incluso el clip. La hoja medía quince centímetros de largo y en el lomo tenía un único diente, que servía para destapar cervezas. Si lo cogían con ella encima, siempre podía decir que era su destapador portable. La guardó en el bolsillo delantero. Cogió una más pequeña, con la empuñadura de madera y se la guardó en la parte de atrás. Lo que se proponía hacer era muy sencillo, no obstante, lo mejor era estar preparado.

Por último, cogió la máscara de látex que representaba a un sapo verde de ojos saltones. La máscara entraba en su cabeza con muchas dificultades y se ajustara a la perfección a su rostro. La dejó en la cama y se vistió con ropa que nadie reconocería como suya. Cogió la máscara, pensó durante largo rato, al final, se la guardó entre la ropa.

La máscara era el sello de los Cazadores, solo se utilizaba para trabajos de la banda. Nunca la había usado en salidas particulares, y, ponérsela esa noche, si lo miraban, empeoraría la reputación de la banda. Era seguro que los demás le darían un buen rapapolvo. No obstante, quería llevarla, quería usarla; la máscara le daría un golpe de efecto a su actuación.

Sonrió al imaginar el rostro aterrorizado de su víctima, quien quiera que fuera, cuando viera al monstruo que pondría fin a su vida.

«La llevaré ―decidió―. Ya veré después si la uso o no.»

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