Terminado el ritual, cada uno cogió un camino distinto.
Pero primero cruzaron el Arroyo, apenas más arriba del punto que Cristian y Luis llamaban el Tamarindo; ese mismo sitio que a ojos del adolescente se convirtió en un inmenso río de aguas plomizas. Lo vadearon en silencio, en parte porque no querían que nadie los descubriera, y en parte, porque no había nada que decir.
Una vez al otro lado, se separaron.
Eran conscientes de que estaban peligrosamente cerca del ojo del huracán. Ya varios (incluso ese bruto de Henrich, el jefe del cuerpo policiaco del municipio) sospechaban de algunos de ellos. Que los vieran juntos, así fuera casualmente, podría ser contraproducente.
Sin ir más lejos, el otro día Henrich le preguntó por David a Rigo, ese policía inútil con el que vivía su madre. Rigo se lo había dicho a su madre y su madre a él.
―¿Cómo vas con ese hijastro tuyo? ―le había preguntado Henrich a Rigo, mientras desayunaban en una cafetería.
Rigo se había reído de la pregunta, con franco regocijo, porque le importaba un cacahuate el delincuente que tenía por entenado. Hasta llegó a escupir unas migas de la tortilla que estaba masticando.
―El tipo me odia más que su padre —dijo cuando la hilaridad pasó—. Allí tiene su respuesta, jefe.
Pero a Henrich no le importaba la relación fraternal entre su subordinado y su familiar afín.
―¿Has sabido qué hace? —indagó con creciente mal humor—. Se supone que tu mujer es la madre del muchacho, ¿cierto?
―¿Ya se volvió a meter en líos?
―No lo sé con certeza, pero no me sorprendería. —Luego, como haciendo una concesión—: Trata de averiguar qué hace y ponlo en vereda o le romperé el corazón a tu mujer cuando lo encierre.
Esa noche, después de hacer el amor, Rigo le contó a Mariana que Henrich se había interesado por David. Así pues, Mariana salió al patio y llamó a su hijo a las once de la noche para suplicarle que dejara de andar haciendo tonterías. Así lo había dicho: "deja de andar haciendo tonterías".
Y como David solo respondía con gruñidos y monosílabos renuentes (no tenía ningún deseo de hablar con una mujer que seguramente acababa de tener sexo con un hombre distinto de su padre), la mujer acudió al arma de persuasión más poderosa que tienen las mujeres, que no es otro que un llanto tan lastimero capaz de derretir al corazón más gélido.
Por último, le recordó lo mucho que había llorado y sufrido, y los favores que había pedido Rigo, en las dos ocasiones anteriores que lo habían aprehendido, para que no fuera a la cárcel.
Tenía que estarle agradecido por ello (también a Rigo), pero lo que sentía era repugna por sus constantes sollozos y sus sermones de santa, como si no hubiese dejado a su padre para irse con el imbécil del policía ese.
Al final, apelando a ese poco aprecio que le guardaba, para que la mujer se quedara tranquila, le había prometido no meterse en líos. Pese a todo, cuando colgó tenía la sensación de que la mujer no estaba convencida de que iba a portarse bien.
Y no tenía por qué hacerlo.
Estaba metido en el embrollo más grande de todos.
Se palpó el bolsillo, como se había acostumbrado a hacer cada poco, y tocó el estuche negro de madera lacada. A simple vista, el estuche de ocho por ocho centímetros parecía un joyero cualquiera, o quizá una de esas cajitas para guardar especias. Nada más lejos de la realidad.
En él no guardaba ni joyas ni especias.
Allí guardaba un cartucho de jeringa repleto de sangre, una uña que había arrancado y un trozo de piel. Todo pertenecía a Erick Fuentes..., o había pertenecido.
La noche que se apoderó de las anclas, como les llamaba la Bruja, recordó que se sintió extasiado, no como si hubiese fumado un pito de marihuana o inhalado un gramo de cocaína; sino con un éxtasis superior.
Había disfrutado de todo; los gritos del niño eran música para sus oídos. El corte de la piel y el tirar de la uña le había hecho sentirse un artista trabajado en su obra maestra. Se había sentido un dios, un ser supremo, y el pobre niño, uno de sus desdichados sacrificios.
También se había sentido muy bien esa mañana, cuando el Seco hizo lo propio con su chico-ancla, pero no con el mismo embrujo y éxtasis de cuando el verdugo era él.
Disfrutaba con la tortura de los Elegidos, sin embargo, a veces dudaba de lo que estaban haciendo. ¿Es que era cierto una cosa así? La Bruja, una tía de Amanda, aseguraba que sí, que, ligando una parte de su alma al alma de otra persona, gozarían del doble de vitalidad, y morir era casi imposible.
La Bruja, que se llamaba María Solomon, aseguraba encontrarse anclada al alma de otra persona, aunque no quiso decir de quién. Y como para dar énfasis a lo que decía, hizo flotar cosas mientras les decía que en el mundo convergían poderes olvidados por los humanos, y que, usando las formas correctas, podían servirse de ellos para beneficio propio. Les habló y les habló, hasta que convenció por completo al grupo. Curiosamente no recordaba mucho de aquella asamblea.
Pero a pesar de lo que había visto, de las muestras de poder de las que hizo alarde, David todavía dudaba a veces.
―No dudes ―advirtió la Voz de su cabeza―, o fracasarás.
Era una voz que había empezado a oír desde que aceptó participar del rito. Al principio le había provocado miedo (temió estarse volviendo loco), pero era una voz que reconfortaba, que lo animaba, que le insuflaba brío. De todos modos, a veces le aterraba oír una voz que no era la suya en su cabeza.
Al principio se había negado a escucharla y se mostró reacio a seguir sus consejos. Con el tiempo fue cayendo en su embrujo y se fue dando cuenta de que lo que decía eran palabras sensatas y no manifestaciones de locura. Aunque, según había oído, las cosas que hacían los locos las realizaban creyendo que obraban de forma cuerda.
No creía que ese fuera su caso.
―¡La recompensa será grandiosa! ¡Serás inmortal!
«Sí —se convenció—. ¡Inmortalidad!»
Cuando el rito concluyera dentro de dos noches, los cinco miembros de los Cazadores serían inmortales. Pero tenían que hacerlo todo bien, y actuar con inteligencia, pues de nada les serviría la inmortalidad si les tocaba vivirla encerrados en una prisión.
Ya lo habían planeado. Una vez alcanzada la inmortalidad (que no era una inmortalidad definitiva, sino que dependía del ancla), irían a la capital, darían un fuerte golpe y regresarían forrados de billetes. Entonces dejarían la vida de callejeros, de ladrones y fiesteros, para empezar una nueva vida. Puede que en Aguasnieblas o en algún otro lugar, puede que juntos o cada quien por su rumbo. Pero para ello primero debían concluir el rito... después vendría lo demás.
―Así será. Por fin tendrás lo que siempre has deseado.
La Voz lo hizo de nuevo. Logró animarlo, logró reducir la duda a un lejano palpitar casi imperceptible. Sí, lo que iban a hacer era necesario y real. Serían inmortales y conseguirían todo aquello que se propusieran. Porque, ¿de qué no es capaz un hombre que nunca muere?
Esa tarde David, alias el Sapo, fue a calle Jesús y se metió en una venta de tacos y pupusas que había casi enfrente de la parroquia. Tomó asiento en una mesa de la esquina y pidió lo que más tardara en cocinarse. Estuvo vigilando hasta la caída de la noche y aun después.
Solo tenían dos días para planear el últimoacto.
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La voz ✔
Horror¿Qué es esa voz que habla directamente en sus mentes, dirigiendo sus actos y pensamientos, aterrándolos con promesas de muerte y dolor? Un grupo de cinco chicos son de pronto raptados, de uno en uno, por sujetos enmascarados que a ratos parecen mon...