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Casimiro odiaba su trabajo, lo odiaba más que a su nombre. Y eso que su nombre era una de las cosas que más odiaba en la vida, aparte de la vida misma, claro está. ¿Quién demonios le pone Casimiro a su hijo? Sus padres fueron afortunados de morir antes de que él alcanzara la etapa adulta, o los habría estrangulado solo por el nombre. Todavía recordaba las risas de los niños cuando los maestros pasaban lista.

―Casimiro López.

—Presente.

―¿Qué es lo que casi miras? ―preguntaba algún chistosito y la clase entera estallaba en risotadas.

Ya de adulto no se burlaban de su nombre, no mucho, sin embargo, había muchas otras que lo compensaban. Se burlaban por lo de su exmujer, una golfa que se acostaba con todo el vecindario mientras él iba a trabajar como burro de sol a sol. Antes de matarla le preguntó si tenía algún guardadito en algún lugar, pero claro, la muy zorra ni siquiera cobraba, se abría de piernas por simple calentura.

Lo habían acusado de su muerte, pero no se le pudo probar nada. A Casimiro le había dado igual si lo condenaban o no. De todas maneras, le quitaron la custodia del chamaco, cosa que a él le alegró, pues el mocoso en nada se parecía a él.

Por su empleo, por su nombre, por ser huérfano, por su esposa (en ese orden), era que Casimiro odiaba la vida. Pero esos solamente eran los motivos principales, de continuar con la lista, esta se haría interminable.

Era un hombre huraño, apático y poco comunicativo; pensaba que quizá era por eso que le tenían tanta saña, cosa que no era su culpa; la vida lo hizo así. Porque de que todo el mundo lo odiaba, era algo de lo que no le cabía la menor duda.

Tres meses antes había conseguido empleo como conductor de un bus de transporte público. Casi toda su vida había trabajado en el campo, chapeando potreros, cortando maíz, sembrando, oliéndole la mierda a las vacas... y en el 2018 uno de sus patrones lo hizo sacar licencia para que manejara el camión de la finca.

Esa misma licencia le valía para el bus. De modo que no agradeció a su patrón que le pagara la licencia, le dijo que ya no quería seguir trabajando, que porque estaba harto de oler mierda y de lamerle las botas a él y demás finqueros.

Pocos días después, ya trabajaba para la Asociación de Microbuseros de Aguasnieblas. Y para Elliam fue una suerte que Casimiro consiguiera ese empleo. O tal vez no fue suerte.

Casimiro odiaba al mundo, odiaba la vida, odiaba a sus condescendientes patrones de la finca y odiaba a la fácil de su exmujer. Odiaba su viejo empleo, por eso lo dejó; jamás creyó que hubiera peor trabajo que limpiar mierda de vaca. Pero lo había, aunque nadie pensaría que conducir era un trabajo detestable.

Conducir no era lo malo, lo malo eran los pasajeros. Malditos imbéciles que no dejaban de parlotear y de gritar: "aquí bajo", "suba mi maleta", "baje mi maleta", "¿por qué me cobra por el niño?", "¿cómo que no tiene cambio?", "no tan rápido que no es competencia", "más rápido, que se me hace tarde", "¡qué bus tan viejo!". Bueno, en lo del bus viejo llevaban razón.

El bus que conducía era un Toyota Coaster. Nunca se había fijado en el modelo y año, pero de seguro era de por allá del año 1800, aunque cabía la posibilidad de que fuera el que llevara a los judíos a la crucifixión de Jesucristo.

"¡Chófer más amargado el hijo de puta!", dijo alguien un día y le valió que Casimiro no lo viera o lo habría molido a putazos. Lo habrían corrido, claro, pero al menos habría sacado parte de la rabia.

Odiaba su trabajo desde el segundo día. Comparado al estrés al que lo sometían los pasajeros, recoger la mierda de las vacas era el cielo; estas nunca se quejaban ni traqueteaban todo el tiempo.

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