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Después de echar a correr como un completo cobarde, Henrich se detuvo a su llegada al Boulevard. Le faltaba el aire y los pulmones le ardían.

«¡¿Qué mierdas?! Apenas he corrido cinco manzanas.»

Lo que de verdad lo asustaba no era su mal estado de forma, sino aquel monstruo que incendiaba y asesinaba todo a su paso.

Se volvió y durante un instante observó espantado. En esos momentos Elliam cruzaba Jesús y sus manos se movían cadenciosas, casi como si dirigiera una sonata funesta, y las llamas le obedecían, se alzaban, se arremolinaban en el aire, giraban, y luego volaban prendiendo fuego a todo lo que tocaban.

«¡Dios mío! ¡Destruirá todo Aguasnieblas!»

Las rodillas temblaron, su mente se nubló de miedo, y en ese momento estuvo a punto de quebrarse. Pensó que lo mejor que podía hacer era ir a casa, tomar su coche, subir con su familia y huir, huir de aquel monstruo que atentaba contra toda la cordura del mundo.

Pero recordó quién era, y pensó que parte de la culpa de que ese monstruo ahora avanzara sembrando caos a su paso era responsabilidad suya. Como era responsabilidad suya intentar todo para detenerlo.

―¿Qué demonios es eso? ―inquirió uno de los agentes que corrió con él.

Henrich se hizo la misma pregunta. ¿Son los Cazadores que se han unido para vengarse? Tras lo visto no le parecía una idea descabellada. Ya los chicos le habían hablado de un ritual. ¿Era ese el resultado del ritual que habían hecho? ¿El resultado era el poder para volver de la muerte?

Solo sabía que no había tiempo para pensar en el porqué de todo. Lo que debía procurar era acabar con el monstruo.

—¡Es un demonio! —dijo otro de los agentes—. Un demonio que se apoderó de los Cazadores porque sus almas eran negras.

―¿Vieron cómo lo acribillamos a tiros y no cayó? ―agregó otro.

―¡Y cómo volaban los trozos de carne y volvían a unírsele! Yo le di en un dedo, vi cómo saltaba, pero al instante siguiente estaba de nuevo en su sitio. Ustedes también lo vieron ¿verdad?

―¡SILENCIO! ―ordenó Henrich.

Impartió órdenes y luego empezó a hacer llamadas. Cuando terminó, tres minutos después, el monstruo estaba más cerca de Rodríguez Macal que de Jesús. Henrich ya había visto lo que era capaz de hacer, y no iba a ponerse a tiro para que lo convirtiera en una antorcha humana.

Echó a andar acompañado del único agente que no envió a cumplir recados. Había recargado el arma y la empuñaba con fuerza; al darse cuenta la guardó en la funda. Ya estaba comprobado que las armas no funcionaban.

Un grupo de curiosos, bastante nutrido, intentaba ver qué era lo que ocurría una calle más adelante. El rumor de que los Cazadores habían vuelto a la vida en forma de un monstruo prendido en llamas ya había llegado a oídos de todos los aguanieblenses, y los más incautos se acercaban a ver como si se tratara de un espectáculo más.

Claro que, nadie de este nuevo grupo formó parte de la multitud que marchó a por los Cazadores. Ninguno entendía eso de que los Cazadores ahora eran un único monstruo horrible. Cuando vieron a amigos y vecinos huyendo despavoridos, pensaron que exageraban.

Después, días después, se dijo que quizá la Voz los había predispuesto para que pecaran de incautos. Otros, los más acertados, simplemente adujeron que se trataba de la típica y estúpida parte de la población que, hasta que no ve, no cree.

Cuando Henrich los vio, sintió la rabia reverberar. ¿Qué se creían? ¿Es que pensaban que se encontraban en una tonta película de héroes donde el público observa desde una barricada mientras el héroe pelea con el monstruo?

―Dile a esa gente que despeje el área ―indicó el jefe de la policía a su subordinado―. Es más, diles que abandonen Aguasnieblas.

―¿Que dejen el municipio, señor?

―Sí. ¿O es que crees que a esa cosa se le acabará el gas de cualquier momento a otro? Tú viste cómo ardieron nuestros colegas. Anda, grítales, dispárales si es necesario.

―Sí, señor.

El oficial hizo lo que le ordenaron, la gente empezó a retroceder, pero no estaba dispuesta a marcharse. En cambio, unos gritaban que vinieran los bomberos para apagar los incendios; lo del monstruo no terminaba de convencerlos. Henrich se preguntaba dónde había estado esta gente las últimas semanas y, sobre todo, la última tarde.

Iba a gritarles que la cosa era seria, pero el grito mudo y la expresión de terror fueron suficiente. La gente vio a Elliam salir al Boulevard.

―A correr señores, largo, largo.

Un bus de Sayaxché apareció desde la otra dirección.

―¡Oh mierda! ―musitó Henrich.

Hizo torpes señas para que regresara, pero el bus, tomando el carril más retirado del fuego y del monstruo, continuó avanzado, pensando quizá, que aquél no era más que un espectáculo novísimo. ¡Qué idiota!

El monstruo movió un dedo y el fuego dio en el tanque del microbús que estalló en un fogonazo. Entonces sí que la gente echó a correr, perseguidos por los gritos de los pasajeros.

El monstruo dejó atrás el bus en llamas y continuó avanzando. Las llamas empezaron a devorar los edificios del Boulevard. Henrich echó a correr detrás de la gente que huía.

En Decimosegunda vio que se acercaban los jeeps y camiones del ejército.

«¡Malditos! Hace más de media hora que les pedí ayuda». Sabía que con el apoyo del ejército habría sido capaz de arrebatar a los prisioneros a la multitud. Ahora estarían a buen recaudo en la comisaría y la gente se habría marchado a casa. En cambio, en esos momentos estaban a sus espaldas, vueltos a la vida en una criatura horrenda que pretendía cobrar venganza.

Henrich se plantó en el centro de la calle e hizo señas para que se detuvieran, aunque no fue necesario: en sus rostros incrédulos y aterrados se notaba que no irían más allá. Eran dos camiones y cuatro jeeps. Los jeeps venían armados con ametralladoras montadas en la carrocería.

El coronel de brigada, Efraín Montiel, bajó de uno de los Jeep y fue al encuentro de Henrich. El rostro del militar, surcado de arrugas y cabello cenizo, aparentaba templanza, no obstante, en sus ojos bailoteaba el miedo y el brío de las llamas de más allá.

En esos momentos Elliam estaba llegando a Decimocuarta e inmensas llamaradas se alzaban de los edificios laterales. Algunas alcanzaban más de veinte metros de altura. Esas llaman se reflejaban en los ojos del coronel cuando habló. Pese al miedo, su voz sonó firme.

―¿Qué es eso, Henrich? —preguntó.

―Los civiles quemaron a los Cazadores y estos, después de muertos, regresaron convertidos en esa cosa que destruye todo a su paso —resumió Henrich—. ¿Ves los incendios? Todo lo ha causado él.

Efraín asintió, serio. Quería preguntar qué mierdas era eso de que unos muertos regresaron del mismísimo infierno, pero comprendió que ya habría tiempo para hacer esa clase de preguntas después.

—Yo me encargo de que esta vez queden bien muertos. Preparen las ametralladoras ―rugió―. Ustedes ―indicó a los de los camiones―, a las bocacalles de allá y allá.

―Manténganse a distancia ―dijo Henrich en un último consejo―. Controla el fuego y a los autos...

Como para adelantarse a sus palabras, un auto aparcado a orillas de la calle estalló, se elevó unos tres metros en el aire; voló el capote y una puerta, reventaron los faros y los vidrios... cuando cayó, era una carcasa en llamas.

―...los hace volar en pedazos.

―Ya verás cómo somos nosotros lo que lo volamos a él. ¡Ahora apártate!

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