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No recordaba cuándo fue la última vez que pasó de la duda al miedo, del miedo a la confianza y de la confianza a la euforia; de la euforia a la duda, y vuelta a empezar otra vez.

Por primera vez en milenios volvía a sentirse humano.

¿Era así como se sintió en sus inicios, cuando temía ser descubierto antes de ser lo suficientemente poderoso para estar por encima de los demás? ¿Fue así como se sintió aquella larga noche en las Cavernas de Antlem cuando sacrificó a su primera víctima para sorberle el alma y temía que cada ruido, cada ráfaga de viento, cada insecto, era una turba que iba tras él? ¡Miedo, luego certeza, duda, esperanza, excitación, miedo de nuevo! No lo recordaba, pues apenas recordaba cosas de su antigua vida o de cuando estaba vivo.

Las últimas horas habían sido un sube y baja en emociones que creía extintas hace mucho. Incapaz de controlar todo lo que pasaba en Aguasnieblas, por más que hubiera crecido en fuerza tras el accidente del bus número 57, tenía que dejar algunas cosas medio encaminadas confiado en que la inercia hiciera el resto mientras se ocupaba de otras.

Pero la inercia no había sido suficiente. Ese camino que quedaba trazado en la mente de aquellos que visitaba, a menudo volvía al cauce natural del individuo poco después de que él se marchaba. Y él ya estaba demasiado dividido para dejar porciones de su presencia custodiando cada mente que manipulaba.

Le pasó con los Cazadores, que tenían que permanecer en la Guarida y no planear un escape. Cuando se dispersaron, sintió dudas y miedo. Volvieron, no todos. Consiguió reunirlos al evitar que la ira que él mismo se había ocupado de avivar en la multitud arruinara sus planes. Y todo ese tiempo había estado asustado; de pronto reavivaba la esperanza y luego parecía que todo se iba al carajo.

Cuando por fin logró reunirlos en el centro de la multitud, estaba al límite de sus fuerzas y dudaba poder influir en los acontecimientos siguientes, así que tuvo que confiar en el primitivismo de la gente y en el camino de sangre y muerte dejado por los Cazadores para que hicieran aquello para lo que había orquestado un baño de sangre en Aguasnieblas. De modo que cuando la gente empezó a gritar "¡Que mueran!", una gran sonrisa se dibujó en su rostro incorpóreo.

Hasta que alguien gritó que ardieran.

En ese momento su sonrisa etérea desapareció. «¡NO! ¡NOO! ¡NOOO!» hubiera querido gritar, si hubiera tenido boca para hacerlo, pero no la tenía, únicamente era conciencia y fuerza, aunque ya muy debilitada.

¡No podían quemar a los Cazadores! ¡No debían! Pero se dio cuenta, quizá demasiado tarde, que había apelado demasiado a la naturaleza primitiva de aquella gente. Había esperado que mataran a los Cazadores, sí, él mismo había sembrado la semilla en aquellas gentes que ahora se erigían en líderes de una enardecida multitud.

Muy tarde se daba cuenta de que había presionado demasiado, había hecho aflorar demasiado ese salvajismo de antaño en el que todo se solucionaba con la muerte del culpable, produciéndose generalmente esa muerte, al menos cuando él vivía, con el fuego. Aunque claro, esta era una condena reservada para los peores criminales. Pero, ¿no era eso lo que había sembrado y cosechado, un grupo de lacras que merecían lo peor?

En cierta forma tenía lógica que optaran por aquella atroz condena, él tenía buena parte de la culpa. Pero la lógica no le convenía. ¡NO! Él necesitaba la carne de los voluntarios para forjar su nuevo cuerpo, para moldearlo, para depositar su alma en él. ¿Cómo iba a depositar su cuerpo en carne carbonizada que ya ni era carne?

«¡NO! ¡NOO! ¡NOOO!» No podía gritar con la voz, pero sí con la mente, y ese pensamiento fue expulsado con los últimos vestigios de energía que tenía. No se dio cuenta, pero durante un segundo la gente se detuvo, confusa y temerosa de lo que estaban haciendo, a la vez que buena parte de la multitud pensaba: "No está bien hacer justicia por mano propia, mucho menos si se trata de quemar a los culpables". Para su mala suerte, la oleada de poder duró demasiado poco para ser más que un leve titubeo en la voluntad global.

Pero en los Cazadores, que estaban unidos a él no solo por su paso en sus mentes sino también por un hechizo que, aunque incompleto, los unía de forma diferente al resto de aguaneblineros, la fuerza de su pensamiento fue más poderosa y les transmitió parte de ese miedo que él tenía a que ellos murieran abrasados. Si a ese miedo que él les insufló se le suma el miedo que de por sí los Cazadores lastraban, el resultado fue un miedo atroz a ser quemados en una hoguera.

Fue por eso que cuando el Seco dio un paso al frente y empezó a exaltar los ánimos de la multitud para que acabaran con ellos en esos mismos instantes sin esperar a que la hoguera estuviera lista, y tras él Bellarosa, y luego José, una sonrisa de esperanza se formó en el incorpóreo rostro de Elliam.

Esta sonrisa se ensanchó cuando la gente empezó a amenazar con la diversidad de armas que portaban, y se convirtió en una sonrisa de oreja a oreja en el momento en el que la primera piedra salió de entre la multitud y dio en un hombro a Jaime, que en un inútil gesto caballeroso se interpuso entre la piedra y su amada.

Un vistazo a la mente del Seco le reveló que la esperanza de este había sido que los acribillaran a tiros en ese momento.

¡El salvajismo de la gente jugaba en esa ocasión a su favor! Era más salvaje matar a la gente a pedradas que a tiros. Por supuesto, si morían a disparos habría sido igual de bueno para él, no obstante, la cota de miedo que alcanzarían al verse apedreados les daría a esas almas un toque único.

Tras la primera piedra siguió otra, luego una tercera, una cuarta, quinta, sexta... hasta que fue imposible contarlas. Y no eran solamente piedras, también se lanzaron pedazos de palo, botes plásticos, unos zapatos (que quién sabe de dónde los sacaba la gente), e incluso voló una navaja que para fortuna o mala fortuna de Jaime dio con la cacha en su delgado cuello.

«¡Muerte, muerte, muerte! ¡Matadlos! ¡Asesinadlos!», pensaba Elliam a la vez que trataba de avivar esa ira asesina de la que la multitud se había vuelto presa.

Aquel cruce de calles se había convertido en un pandemónium y Elliam gozaba.

Un poco retirados de la multitud vio a cuatro de los sacrificios. El mayor, su líder, miraba horrorizado lo que ocurría, con los ojos abiertos y la frente perlada de sudor. «¡Lo sabe! ¡El chico lo sabe! ¡Sabe qué pasará cuando los Cazadores mueran a manos de la turba enfurecida!» Las otras tres anclas gritaban, gesticulaban, agitaban las manos y saltaban procurando llamar la atención de la muchedumbre. Nadie les prestaba atención. Ni el mismo Cristian que estaba en medio.

No muy lejos de donde se ubicaban los sacrificios se encontraba Henrich, que miraba lo que pasaba con idéntica expresión a la de Cristian. Pero a diferencia del sacrificio a Henrich no le preocupaba la muerte de los Cazadores por el terror que pudiera liberarse, sino por la mancha que significaría en su expediente.

¡Que los civiles tomaran justicia con sus propias manos frente a sus narices no ayudaría en nada a su carrera! Menos si llegaba a oídos de sus superiores que fue puesto sobre aviso sobre la ubicación de la Guarida de los Cazadores y él había desoído al informante. ¡Adiós al sueño de ser Jefe de Distrito!

Mientras, en el centro de todo, los Cazadores seguían siendo vapuleados. Las piedras y palos continuaban volando con furia, haciendo blanco en los cuerpos de los desgraciados, que encogidos, escondían la cabeza entre las rodillas.

Pronto estuvieron arrepentidos por haber enardecido a la multitud. Quizá después de todo no había sido buena idea. La tortura que estaban sufriendo no podía ser muy diferente a ser quemado.

¡Cuán equivocados estaban!

De pronto todo cesó y Elliam gritó mentalmente con furia.

Andrés Santillana y Eduardo Blanco habían conseguido plantarse delante de las víctimas y lograron calmar los ánimos. Elliam empujó, pero ya no tenía fuerzas.

Y el miedo, la furia y la desesperanza lo hicieron su presa otra vez.

¡Los Cazadores iban a arder en la hoguera y no había nada que él pudiera hacer!

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