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El chico que trastrabillaba entre las calles Davinci y Este se llamaba Brandy Bernal. Tenía dieciséis años y se emborrachaba cada fin de semana desde los catorce. Pero la culpa la tenía su padre por ponerle ese nombre tan estúpido. No le podías poner el nombre de una bebida alcohólica a un chico y esperar que no tomara. Era una soberana estupidez.

Eran las dos de la madrugada, una hora aceptable para regresar a casa tras una buena borrachera. Se habían terminado dos patas de elefante (como le llamaban a la botella de ron de 1.75 litros) únicamente entre él, Elías y Carter. ¡Cómo tragaba ese Carter! Todavía quería ir al Súper 24 a comprar por lo menos otra media pata. Elías y Brandy estaban demasiado ebrios y asqueados para querer más.

Sentía que había emergido de debajo de puente Caoba, que salvaba el Subín en calle Caoba, hacía medio siglo. Pero al volver la vista desde Norte todavía distinguió la franja negra por donde discurría el río, de modo que supo que no había caminado mucho.

―¡Dios, qué pedo me siento! —dijo a la nada, y su voz resonó solitaria, fuera de lugar.

Esa vez pensó que se le podía aplicar perfectamente aquello de que estaba tan borracho que daba un paso para adelante y dos para atrás.

«Mañana no aguantaré el estómago y seguro me pasaré vomitando todo el día —pensó con pesar—. Esta vez sí juro, y es enserio, que jamás volveré a tomar ron. Si ya sé que esa mierda me pega demasiado fuerte ¿para qué la tomo? Solo cerveza, de ahora en adelante solo tomaré cerveza. Esa cruda no me da muy duro.»

Una luz repentina alargó su sombra hacia adelante. Escuchó el zumbido tenue de un motor en perfecto estado. Era el sonido del auto de una persona acomodada, o que al menos cuida de su coche. También era el sonido de los autos de secuestradores, ladrones y demás lacras que usan la noche para llevar a cabo sus fechorías.

«Siempre andan en coches silenciosos para que nadie lo escuche venir.»

De entre las posibilidades, fue la última la que se quedó en su cabeza. El miedo lo espabiló un poquito, restándole fuerza a su borrachera. No lo espabiló lo suficiente.

El ruido del motor se fue acercando a medida que su sombra cobraba nitidez. Ver su sombra negra danzando entre la luz amarillenta lo llenó de espanto. Cientos de veces se había encontrado con coches en su camino a casa después de una borrachera. Algunas veces había tenido sus sospechas y había sentido miedo. Pero esa era la primera vez que sentía auténtico terror.

Fue entonces que se echó a correr.

Si tan solo se le hubiera ocurrido salir de la calle, hacerse a la orilla o entrar en alguno de los terrenos que corrían junto al camino, quizá no hubiera muerto esa noche. Pero no lo hizo, al menos no con suficiente velocidad.

La defensa del coche lo golpeó en la parte posterior de los muslos, casi a la altura de las articulaciones de las rodillas. Al golpearlo tan bajo y a una velocidad moderada, Brandy no salió despedido hacia atrás o adelante. El golpe simplemente lo hizo caer con fuerza. Entre toda la mala suerte, Brandy tuvo la fortuna de que su frente diera de lleno con una piedra poco más chica que su propia cabeza (calle Norte no estaba adoquinada). Murió casi al instante.

De haber sobrevivido a la caída, habría deseado haber muerto la noche de Año Viejo cuando lo apuñalaron en una pelea de borrachos.

*****

David, alias el Sapo, bajó del auto (un sedán negro con matrícula falsa) con parsimonia. No tenía por qué darse prisa. Era de madrugada, por lo que era poco probable toparse con más gente. Además, el borracho no había gritado, ni estaba gritando.

El golpe había sido lo suficientemente fuerte para dejar tan aturdido al chico que lo último que pensaría era en echarse a correr.

Lo que no se esperaba era encontrarlo muerto.

Lo tentó con un bate de béisbol que sujetaba con sus manos enfundadas en guantes negros. El muchacho no se movió. No se creía que estuviera muerto. Lo puso boca arriba empujándolo con las punteras de las botas y vio la piedra cubierta de sangre y retazos de piel.

«¡Pues sí, está muerto!»

―¡Mierda! ―balbució.

Propinó una fuerte patada al cuerpo inerte de Brandy. Si el chico hubiera estado vivo habría gritado de dolor pues la puntera de la bota dio justo en la cicatriz a medio curar que le provocaron en la pelea de borrachos de Nochevieja.

Frustrado y rabiando, el Sapo retiró la funda de trapo con que había cubierto la defensa del coche y la tiró sobre el cadáver de Brandy. La funda ni siquiera se había manchado de sangre. Pero si seguía libre era por su meticulosidad. No le gustaba arriesgarse, al menos no más de lo necesario. El bate lo devolvió al coche, podía servir para una nueva ocasión.

Maldijo su mala suerte y la buena estrella del borracho. Tras impactarlo con el auto pensaba quebrarle todos los huesos a golpe de bate, hasta saciar su ansia de sufrimiento ajeno. Pero el chico había muerto en el acto, así no tenía sentido quebrarle la osamenta.

Si bien hubo un instante, en el momento que le dio la patada, que sintió un fuerte deseo de cogerla a garrotazos contra el cadáver, solo para aterrar a la gente que lo encontrara. Se había contenido, sobre todo porque lo que él hacía era para su propia satisfacción, no para conmocionar a una población que le traía sin cuidado.

El primer pensamiento le había parecido lejano y ajeno. La impresión le provocó inquietud. Al poner en marcha el auto para alejarse de la zona del crimen, ya se había olvidado de esa rara sensación.

Esa noche no había ido todo bien. Tendría que intentarlo de nuevo. Y sería pronto; la necesidad de satisfacción personal era cada vez más apremiante.

Era la madrugada del jueves 24 de enero.

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