Había dos habitaciones separadas por un estrecho pasillo. La de la izquierda, la que daba al corredor parecía de lo más normal. También tenía cortina, que era celeste y de motivos vistosos. La puerta era de madera pulida y tenía manilla en lugar de anillas y candado. Nada en ella los movió a revisarla. Ni siquiera hicieron intento de entrar en ella.
Fue la otra la que llamó su atención. La de la derecha.
Al espiar por una ventana que había junto al estante de los libros y los cachivaches de porcelana, Cristian había visto que a la izquierda sobresalía un tramo de casa, como si hubieran agregado otro cuarto. Y así había pensado, probablemente un almacén o un estudio privado. En esos instantes comprendió que sí era más privado, no así un estudio.
Luego estaba la puerta, oscura, no negra, sino de un café veteado de negro. Y la cortina, la cortina de abalorios que Luis había reclamado. Cristian quiso devolver el intento de broma, diciendo que allí tenía su cortina, pero tenía la boca pastosa, así que calló. El pomo también era café, que Luis giró; de los tres, parecía el menos impactado. Estaba cerrada con llave.
Luis sacó los alambres, dispuesto a intentar abrir la cerradura como lo hacían en la televisión.
―No ―dijo Cristian―. No será necesario.
―¿Qué dices? ―protestó Luis―. ¿Cómo piensas entrar entonces?
Cris no contestó. Su vista estaba clavada en una repisa que había en el extremo opuesto a la puerta por la que ingresaron. En esos momentos tuvo una corazonada. Una de esas que sabía que eran reales. Fue hasta la repisa, que estaba cubierta por un tapete bordado a mano. Ni siquiera puso atención a lo que había en la repisa. Levantó el tapete y tanteó con la mano. ¡Bingo! No tardó en tocar el metal frío y duro de una llave.
―Porque aquí está la llave ―respondió.
Luis iba a replicar "¿cómo lo supiste?", pero la respuesta ya la sabía.
―Pues tráela y veamos qué hay dentro.
La llave encajó a la perfección. Hizo un leve clic cuando la giró. A continuación, giró el pomo y empujó con suavidad. Entonces las dudas lo asaltaron de nuevo, seguro de que esta vez sí que se toparía con el hedor de algo horrible o con el monstruo. Sin embargo, en esta ocasión se sobrepuso a las dudas y empujó la puerta hasta que se abrió de par en par. Luis tanteó en la pared y encendió la luz.
No era más que otra habitación. Una cama en una esquina, un armario en la otra y una mesita en otra. No tuvieron necesidad de buscar. Sabían que no iban a encontrar nada en el armario, ni debajo del colchón. Lo que buscaban estaba al otro lado de la puerta oscura del otro extremo, la que estaba entre la cama y el armario.
―¡Otra puerta! ―se lamentó Luis―. ¿Y esta cómo la vamos a abrir?
Cristian le dio vueltecitas a la llave en su mano. He allí la respuesta a la pregunta de Luis.
―Con la misma llave ―dijo―. Es una llave maestra.
Cruzaron la puerta en procesión india: Cristian en el frente, Luis en medio, y, cerrando la marcha, Erick. Ninguno desvió la vista a los lados o atrás, la mantenían fija en la puerta de enfrente, que era la única de la casa que no tenía cortina. Lo que era peor, pues dejaba a plena vista la oscura madera. No era diferente a la puerta que daba acceso a la habitación, pero solo en su aspecto, en su esencia, la sensación que daba era de ser un portal a un lugar oscuro y ominoso donde se fraguaba el fin del mundo. Desde luego, tendría que parecerles descabellado, el punto es que no se los pareció.
Antes de introducir la llave en el orificio de la puerta, Cristian se volvió hacia sus dos amigos, que estaban serios, y cuyos rostros acusaban una concentración extrema. Lo miraron a los ojos y asintieron de forma apenas perceptible, pero fue suficiente. Era su forma de decir que estaban con él.
La cerradura apenas hizo ruido cuando giró la llave. Al empujar la puerta, no sin acusar un creciente temor, una vaharada de olor a lugar cerrado los recibió. No era tan terrible como había temido. El olor correspondía a un lugar que lleva muchos días sin ser ventilado, aderezado con olores que Cristian asoció a algunas plantas, de esas que se sabe que las brujas usan para sus rituales.
El interior estaba oscuro casi por completo, la única luz que mitigaba la oscuridad provenía de la habitación contigua a través de la puerta abierta, cuya luz se derramaba sobre una mesa hecha de una sola pieza de madera, barnizada y pulida de tal manera que su negra superficie refulgía. El corazón de Cristian se encogió y, por el lenguaje corporal de sus amigos, supo que estos también se vieron acosados por los recuerdos. La mesa, aunque redonda y más pequeña, era indudablemente de la misma madera que la mesa del terror.
Y sobre ella, lo que buscaban, el libro brujeril. A ninguno le cupo dudas al respecto.
―Ese es ―dijo Luis. La voz le temblaba.
―¿Qué hacemos? ―preguntó Erick.
―Pues llevárnoslo ―puntualizó Cristian.
Ninguno disintió. Era claro que no querían permanecer un minuto más frente a aquel cuarto de brujería. La luz no alcanzaba ninguna de las paredes, lo que consideraron una suerte, pues se les antojaba que allí había estantes en los que se guardaban horribles secretos.
Cristian cruzó el umbral de la puerta y se acercó a la mesa. Había considerado pedir que fueran los tres, pero la mesa estaba a solo dos metros, sería una muestra de cobardía no poder hacer ese recorrido en solitario. No se atrevió a apartar la vista de la mesa y del libro. Ya no creía que en los rincones estuviera Elliam en su forma física, pero tampoco antojaba impresionarse con algo que no tenía por qué ver.
Al tomar el libro en sus manos, la sensación de que era el libro correcto se transfiguró en certeza. No fue una certeza liberadora o benigna, no una certeza que le hiciera pensar que estaban ante la respuesta a todo y ante la solución del horror que se estaba apoderando de Aguasnieblas. Sí, sabía que allí estaban las respuestas, pero también sabía que allí había verdades y revelaciones tan increíbles y horrendas capaces de volver loco a las personas más cuerdas. El libro, grande y grueso, con pasta negra y lustrosa (como si recién hubiera salido de la tienda), no se prestaba para transmitir alivio o alegría, lo que transmitía era espanto y horror.
Cristian estuvo a punto de retirar las manos, como si hubiera tocado una braza ardiente, pero no ardía, solo era la sensación de horror que transmitía. Lo cogió y lo apretó contra el cuerpo, seguro de que, si no lo sostenía con firmeza, el libro se le escaparía de entre las manos. Y no estaba seguro de tener el coraje para volver a tomarlo.
―Esto es lo que buscamos ―dijo a los chicos, que lo miraban extrañados por la forma en que apretaba el libro―. Vamos.
Sin esperar respuesta, pasó entre ambos y se dirigió a la salida. El ruido de la cortina de cuentas le confirmó que iban tras él. Salió al corredor y se dirigió al punto por el que habían saltado la malla.
―¿No piensan cerrar? ―preguntó Erick a sus espaldas.
―Cierra tú, si quieres ―respondió Cristian.
No debieron cerrar porque lo alcanzaron al instante.
―¿Por qué tanta prisa? ―quiso saber Luis―. Pareces como si te persiguiera el demonio.
―No me persigue. Lo llevo aquí conmigo.
ESTÁS LEYENDO
La voz ✔
Horror¿Qué es esa voz que habla directamente en sus mentes, dirigiendo sus actos y pensamientos, aterrándolos con promesas de muerte y dolor? Un grupo de cinco chicos son de pronto raptados, de uno en uno, por sujetos enmascarados que a ratos parecen mon...