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Soñaba de nuevo. Otra vez el mismo sueño. La calle de terracería típica de los barrios de Aguasnieblas. El portón rojo óxido a la izquierda, el almendro con las ramas cortadas en capas a la derecha. La niebla gris lo opacaba todo, excepto el círculo de claridad en medio del cual se hallaba.

¿Era más grande el diámetro de la cúpula? Tenía la sensación de que sí, no obstante, era difícil asegurarlo.

Era la primera vez que tenía la certeza de estar en un sueño, en un sueño recurrente. Es más, recordaba por completo lo que había ocurrido en las anteriores ocasiones. Ahora sabía qué hacer.

Saber que hacer no implicaba que el miedo se hubiera evaporado. El miedo a seguir adelante estaba ahí, de nuevo. Su mente trataba de disuadirlo con ideas de un terror innominable esperándole adelante, conminándole a correr en dirección contraria. No obstante, sentía que debía ir hacia adelante. Era imperativo y necesario continuar adelante, siempre adelante. No lo sabía con el cerebro, lo sabía con el corazón.

―¡Elegidos, a mí! ―llamó, concentrándose en el vínculo que unía a los Elegidos, y que en el sueño parecía más fuerte, con la esperanza de que su llamado llegara hasta los demás.

Esperó paciente. Al no percibir nada, repitió el llamado otras tres veces. Pese a ello, continuó solo. Solo con su miedo de seguir adelante, con su deseo de echarse atrás y con la acuciante necesidad de hacer lo contrario a lo que indicaba su cerebro.

Atrás ―susurró una voz en su mente, la Voz―. Atrás o morirás.

«¡Muerte! ―pensó con horror―. Siempre que sueño con esta calle y la bruma gris es porque alguien ha muerto. ¿Ahora quién?»

Tú.

«¿Yo, muerto?» Se imaginó muerto, y la imagen que mentalizó lo llenó de desesperación.

Sí. Tú.

«Claro que no ―se convenció―, de lo contrario no estaría soñando.»

Morirás mientras sueñas.

«Imposible.»

Estaba vivo, y no moriría en el sueño, se convenció de ello. No obstante, el miedo a la muerte continuó inmerso en su ser. Ya no tanto a la muerte propia, sino a la de los demás.

Hasta ahora solo había muerto gente ajena a sus círculos. Ningún amigo o pariente había sucumbido a manos de los Cazadores. Pero, ¿cuánto pasaría para que los suyos empezaran a morir? ¿Qué pasaría si la Voz se enteraba de que él intentaba descubrir cómo frenarlo? ¿Y si dirigía a sus esbirros contra sus más cercanos?

Esta vez el miedo fue tanto que sintió que la garganta se le cerraba por la sola y desesperante idea.

Imaginó que morían sus vecinos, sus compañeros de colegio, Luis, Erick, Katherine, Kimberly, ¡Oh Kimberly!, sus padres, el tío Tom y la tía Eva, la abuela Silvia...

Agitó la cabeza con fuerza para alejar los horribles pensamientos de su cabeza. «No son míos, no son míos.»

Acusaba un sordo dolor en el corazón y descubrió que lloraba. Lloraba como nunca había llorado en su vida. Más que cuando murió su perrito Toby siendo un niño; más que cuando el ropero le atrapó los dedos contra el piso una vez que buscaba una de sus canicas; más que cuando vio a Victoria, una niña que le gustaba en la primaria, tomar la mano de un niño dos años mayor que él.

Lloró presa de una desolación y una horrible certeza como jamás había sentido.

Esa certeza era que Elliam los iba a matar a todos, uno a uno primero, de dos en dos después, de tres y cuatro más tarde, matando por placer y por necesidad, más, cada vez más a medida que sus poderes se acrecentaran.

La voz ✔Donde viven las historias. Descúbrelo ahora