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David, el sujeto debajo de la máscara de sapo, apenas percibió el ruido de ligeras pisadas antes de que dos sombras lo derribaran.

Lo que menos esperaba era que dos muchachos, uno de los cuales parecía poseído, se le tiraran encima y empezaran a golpearlo. Que en esos momentos le cayera un rayo habría sido menos sorprendente que lo que realmente pasó.

Todo fue como un borrón, y ocurrió tan deprisa que no tuvo tiempo para reaccionar. Solo veía la sombra de los golpes que descendían, y con cada descenso, él soltaba un gemido. Apenas tuvo tiempo para arrepentirse por no haber traído la pistola, o la navaja al menos. Aunque, por la furia con que lo atacaban, de nada habría servido.

Un último golpe le restalló en las sienes y sus oídos se quedaron escuchando un pitido agudo. Sintió algo caliente recorrerle la cabeza y la visión empezó a tornársele borrosa. Aún alcanzó a ver los rostros de sus atacantes.

«¡Hijos de puta! Tendríamos que haberlos matado», pensó antes de perder la conciencia.

Cristian estaba ensañado con el cuerpo inerte del ladrón. El deseo y la necesidad de acabar con la vida del otro eran apremiantes, sentía que si no lo hacía moriría. Estaba dispuesto a seguir golpeando hasta calmar esa necesidad, pero alguien le sujetó el brazo del arma. Intentó soltarse, solo para descubrir que también lo tenían sujeto por el otro brazo. Una voz aterrada empezó a llegar a su subconsciente, aguda, lejana.

Y, como si le echaran un balde de agua, volvió a la realidad. Kate y otra niña (le pareció reconocerla, aunque en ese momento no recordaba con claridad) gritaban aterradas desde la calle y dos muchachos lo sujetaban, alejándolo del cuerpo apaleado de un tipo robusto cuyo rostro quedaba oculto tras una máscara de sapo. La máscara estaba rasgada y manchada de sangre. No sintió lástima por el sujeto del suelo, sino odio y furia. Esto lo aterró todavía más.

―Ya, Cris ―dijo Luis muy cerca de su oído―, no tenemos que matarlo.

«Pero hay que hacerlo ―pensó―, hay que matarlo. ¡Dios, ¿qué estoy pensando?!»

―Suéltame ―pidió―. Estoy bien.

Lo soltaron, pero mantuvieron la alerta.

El sujeto estaba inconsciente. La bruma blanca la cubría como una mortaja, lo que hacía que la vista de la sangre fuera más terrible. Sin embargo, sentía que debía terminar la tarea. Corrió hasta alcanzar la calle antes de que tan peligroso sentimiento lo dominara otra vez. «¿Qué estaba haciendo? ¿De verdad pretendía matarlo? ¿Por qué sigo teniendo ganas de hacerlo?»

―¿Estás bien? ―preguntó Luis.

Se había reunido con él a un costado de la calle y lo miraba asustado y preocupado. Con él subió un chico más bajo que Luis, con el cabello colorado pegado al cráneo. Los dos estaban hechos un desastre, las ropas manchadas y los rostros mugrientos con grandes surcos dejados por el sudor.

―Sí... creo que sí.

―Alguien viene ―dijo la otra chica, la que creyó reconocer de antes.

No veían a nadie, pero lo sintieron, los cinco. Cruzaron la calle y se escondieron en un terreno lleno de vegetación. Habían corrido tanto que habían terminado saliendo del pueblo. Estaban mucho más adelante del sitio donde apresaron a Erick.

«Si me alcanza aquí, me habría matado ―pensó el joven―, y me habría arrojado al río». Sufrió un escalofrío.

Nadie se atrevió siquiera a respirar cuando el coche de un único faro apareció y se aparcó al otro lado de la carretera. Dos sombras bajaron de la parte trasera, descendieron a la orilla del río y rescataron al Sapo. Se marcharon tan rápido como habían llegado. Solo entonces volvieron a respirar. Nadie había contenido la respiración tanto tiempo en su vida.

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