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Amanda iba de un lado a otro de la sala. Jamás había estado tan nerviosa como en esa ocasión. También estaba asustada, pero sobre todo nerviosa. En su opinión, los nervios eran peor que el miedo. El miedo se puede controlar, cuando tienes miedo puedes ser valiente. Pero cuando estás nerviosa ¿puedes ser sosegada? Si tal cosa era posible, ella no había descubierto cómo.

La marcha de los otros la había puesto más nerviosa aún. No le preocupaba que pudiera ocurrirles algo en el camino. No tenía ningún lazo fraternal con ninguno de los Cazadores, por ella se podían ir todos al demonio. «¿Entonces por qué no me largo en lugar de estar nerviosa esperándolos?» Era esa pregunta la que la ponía más nerviosa, también la asustaba. Ardía en deseos por largarse de Aguasnieblas. Hacía mucho que debía haberse ido, y sin embargo allí seguía, como impelida por algo más.

Una y otra vez venía a su mente el viejo de hace rato, el que le daba de patadas a un neumático como comprobando si estaba ponchado. Pero no estaba pochado, ella los había visto. En cambio, cuando sus miradas se cruzaron, tuvo un mal presentimiento, y mucho miedo. El viejo la había reconocido, estaba segura de ello. Lo mismo que el ancla parado frente a su casa.

Entonces, ¿por qué no se largaba?

En más de una ocasión hizo el intento de largarse. Tenía la valija lista en su habitación, así que subió y la bajó a la sala. Sin embargo, la maleta continuaba esperando junto a la puerta, donde había quedado tras las varias tentativas de marcharse sin detenerse a esperar a los demás. Pero algo terminaba reteniéndola. ¿Sería camaradería? Lo dudaba.

Así que allí estaba, hecha un mar de nervios, con los pensamientos más revueltos que un torbellino, incapaz de pensar nada en concreto; a no ser en el viejo mirándola con reconocimiento mientras dejaba de golpear el neumático.

Tocaron el timbre y Amanda se paró en seco, ya no tan nerviosa como asustada. A ese timbre solo llamaban los miembros de la banda, nunca un vendedor o algún vecino; los recibos y facturas se dejaban en el buzón. De manera que quien tocaba a fuer tenía que ser un miembro de la banda. No obstante, dudaba.

Por primera vez en siglos se utilizó el interfón.

―¿Quién es? ―preguntó asustada.

Se llamó estúpida por semejante pregunta, como si el viejo de hace rato y sus compinches fueran a decirle: "somos unos buenos vecinos que venimos a matarte". Porque de pronto había tenido la fugaz visión de un grupo de furiosos vecinos parados frente a la Guarida.

―Soy yo.

Amanda suspiró aliviada. Se trataba de José.

―¿Quién te creías que podía ser? ―preguntó José, una vez hubo tomado asiento en un sillón de la sala.

Ojosrojos, al igual que ella, solo había empacado una maleta. Vagamente se preguntó qué podía llevar en ella.

La More no contestó la pregunta de José. El Cazador iba a hacer un chiste a costa de lo del interfón, pero se detuvo al mirar las manos de Amanda, que jugaban nerviosas con ellas mismas. Luego vio su rostro, una auténtica máscara de preocupación. No se atrevió a mencionarle el afluente de gente que iba hacia el parque, ni el ominoso pensamiento que cruzó su mente figurándose que todo eso tenía que ver con ellos.

―Voy a mi habitación a recuperar algunas cosas ―dijo en lugar de la broma. La muchacha pareció no oírlo.

El Sapo llegó diez minutos más tarde, a las 14:45. Esta vez Amanda no saltó asustada cuando sonó el timbre, pues la presencian de José había ayudado a tranquilizarla, si bien esto último nunca lo admitiría. Aun así, dio un respingo. Cuando habló por el interfón, lo hizo más sosegada.

―¿Quién?

―¿Quién más puedo ser? Por supuesto que tu marido.

La more fue a abrir la puerta algo más relajada. En la sala, el Sapo miró de manera inquisitiva al Halcón. Este se encogió de hombros.

―La pobre está nerviosa.

El penúltimo en llegar fue Jaime. Cuando ello, faltaban cinco minutos para las tres de la tarde.

En esos momentos, la multitud neblinense, que avanzaba por el Boulevard, empezó a dividirse. Y es que, sin que nadie lo propusiera, sino como algo instintivo, el gentío se dividió en tres grupos principales.

Uno, en el que iban Helbert Betancourth y Eduardo Blanco, siguió por el Boulevard y doblaría a la izquierda en Vigesimoprimera, de modo que terminaría por desembocar en la esquina meridional de la Guarida.

Otro grupo, entre los que se encontraba Wilson Williams y su amigo Frank con su hijo Franklin, dobló en Decimoquinta con el objetivo de llegar a calle Oriente, seguirían Oriente hasta llegar a las puertas de la Guarida.

El último grupo, más numeroso, encabezado por Andrés Santillana, subió a barrio Viejo por Decimoctava, de allí subirían en zigzag, dividiéndose en otros grupos más pequeños con el fin de cubrir la mayor cantidad de rutas posible.

Jaime, que vivía en el extremo más alejado de barrio Viejo con su abuela, en su camino de regreso a la Guarida, no estuvo ni cerca de encontrarse con ninguno de estos grupos. De haber vivido al otro lado del municipio, todo aquel movimiento en masa, como numerosos afluentes que corren al mar, lo habrían alertado y quizá ni Elliam habría evitado que fuera en busca de Jennifer y se largara. Al resto solamente les habría llamado para que salieran pitando. Pero no vivía al norte sino al sur de la ciudad, de modo que no vio nada.

―¿Ya estamos todos? ―preguntó nomás entrar.

No había visto a ninguno de los grupos de vecinos, pero estaba preocupado. Tenía la sensación de que el tiempo se terminaba. Si querían librar el pellejo tenían que irse, ya mismo.

Los demás no dijeron nada, solo lo miraron. No eran necesarias las palabras. ¡Jennifer!

―¿No ha venido? ―preguntó. Sabía la respuesta

Los demás negaron con un movimiento de cabeza. Por un instante absurdo y cómico a Jaime le semejaron patos mirando a uno y otro lado. La última esperanza de que estuviera en los pisos superiores o en el subterráneo desapareció.

―Tranquilo, seguro ya viene ―dijo José.

Pero algo le decía a Jaime que no iba a llegar. Lo peor de todo era que presentía que lo mejor era que no llegara.

―Yo le llamo ―dijo Amanda, que la ausencia de Jennifer volvía a poner nerviosa.

Jennifer contestó al tercer sonido.

―¡Mujer! ¿Ya vienes?

―Estoy por salir ―respondió Jennifer por el altavoz, su voz sonaba algo forzada.

―¿Estás bien? ―preguntó Jaime.

―Sí, no es nada. Estaba muy nerviosa y me di fuerte con el marco de una puerta.

―¿Necesitas ayuda?

―No. Ya estoy bien. Ya salgo.

―Date prisa, por favor. Tenemos que irnos pronto. Tengo un mal presentimiento.

―Yo también. No se preocupen. Ya voy.

Eran las tres de la tarde.

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