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La procesión continuó silenciosa durante varios minutos, silenciosa y lenta. Eran las 15:45 en el momento que se puso en marcha. Y ya eran las 16:05 cuando los Cazadores pisaron la calle pavimentada que hacía de límite entre zona 3 y barrio Viejo, en la confluencia entre Davinci y Decimosexta.

Mientras continuaban en el grupo de avanzada, aunque inquieto, Cristian había conservado cierto sosiego, esperanzado en que los Cazadores serían puestos a buen recaudo con la policía y no se cumpliría el propósito de Elliam.

Hasta que se percató de que su teléfono celular llevaba ratos vibrando. ¡Era Kimberly quien llamaba con insistencia!

―Kim, ¿qué ocurre?

―¡La tienen! ―dijo Kimberly con voz cansada.

En esos momentos el grupo dobló a la izquierda en Decimosexta, de manera que avanzaban camino del Boulevard.

―¿La tienen?, no entiendo.

El propio amodorramiento de la procesión también había surtido efecto en él, que hasta ese momento no se había acordado de las chicas ni de su misión en casa de la prima de Kimberly.

―¡A Jennifer! Los vecinos la atraparon y ahora la llevan para reunirla con el resto de la banda.

Las implicaciones de ello cayeron como un balde de agua fría que sacó a Cristian del sopor en el que se hallaba inmerso. La captura de Jennifer y su posterior reunión con el resto de la banda suponía un problema mayúsculo. La anterior premisa de que Elliam los había salvado de la descarga únicamente porque no estaban los cuatro se convirtió en certeza.

―¿Cómo? ―se oyó decir, pero en lo que en realidad pensaba era en qué hacer para evitar esa reunión.

―¡Lo siento! De verdad lo sentimos ―Kimberly estaba a punto de echarse a llorar―. Lo intentamos, le dijimos que se fuera, pero no nos escucharon. Intentamos abrir el portón y nos apartaron, salió golpeando las hojas, pero entró en pánico y fue a chocar contra el poste de luz de la esquina, y estaba golpeada y no podía correr.

»Quisimos cubrir su escape pero somos apenas niñas y ellos eran adultos. Luego les pedimos que la dejaran, les explicamos lo que podía pasar si la entregaban junto con los demás, porque el chico que estaba con ellos ya había visto en Facebook que habían atrapado a los otros y habían resuelto entregarla. Se los repetimos una y otra vez hasta que las señoras nos abrazaron y nos palmearon la espalda y dijeron que ya estábamos a salvo, que esa banda ya no podría causar más daño, ni a nosotras ni a nadie. Lo siento, lo siento...

Kimberly lo soltó todo en un torrente apresurado que no tardó ni un minuto. Con el último lo siento empezó a sollozar.

Cristian estaba a punto de decirle que no importaba, que ya hallarían la manera de solucionarlo, cuando el grupo se detuvo de golpe. La multitud que los seguía avanzó tres metros antes de detenerse también. En la esquina siguiente, en la intersección de Decimosexta y Caoba, un grupito había asomado y se detuvo a esperarlos.

Eran dos hombres, tres mujeres, un chico, y entre ellos, una hermosa joven de vestido rosa, una venda en su tobillo, y el pelo pegado al cuero cabelludo allí donde se había golpeado la cabeza haciéndose un corte. La sangre le embadurnaba la mitad de la mejilla izquierda. También tenía las manos atadas con una cuerda, con la diferencia de que a ella se las habían atado por delante.

Tras ellos venía otro grupito, como una mini-réplica de los que seguían al grupo de Andrés Santillana. Entre el grupo de la chica atada y sus seguidores, dos bonitas jovencitas. La de cabello color caoba tenía el teléfono al oído y se esforzaba por reprimir los sollozos.

―Tranquila, no ha pasado nada ―dijo Cristian y cortó.

―Así que esta es la que falta ―dijo Andrés Santillana. No habló fuerte, pero el silencio era tal que su voz llegó a un nutrido número de gente.

―Esta es la que falta ―confirmó la mujer de mayor edad―. Faltaba la peor de todas, la que mató e incineró a mi único hijo. Entréguenla muchachos ―indicó a los dos hombres que montaban guardia, uno a cada lado de la chica― y que Dios se apiade de su alma.

Los aludidos dieron un empujón a Jennifer Belrose y la obligaron a caminar hasta reunirse con sus compañeros.

Si le preguntaran a los testigos de ese crucial momento, algunos dirían que fue la intervención de Emma lo que rompió el dique que contenía el torrente de emociones destructivas de la multitud; otros, los que al final comprendieron que no estaban solos y procesaron la situación con más coherencia que el resto, dirían que el dique de todos modos se habría venido abajo con o sin intervención de Emma Recinos, puesto que el demonio solo esperaba que sus escogidos estuvieran juntos para dejar de contener aquella marea de rabia, indignación, odio y muerte. Fuere como fuere, aquel fue un momento clave en el terror que estaba a punto de cernerse sobre Aguasnieblas.

―¿Cómo? ¿Ella asesinó a un pobre muchachito siervo de Dios? ―preguntó alguien con indignación.

―¿Qué me dicen del pobre Walter Ortiz?, él también era un cristiano ejemplar.

―A ese lo mataron el Sapo y el Halcón.

―¿Y quién es quién entre estos asesinos?

―¿Qué importa? Todo lo hacían en connivencia.

―¡Pobres Ederson! También los mataron ellos.

―Y a Benny Rivas...

―A Miguel Barrios...

―A Samuel Barillas...

―A Samantha Espino, que violaron antes de matarla...

―A Brandy Bernal...

Nombres y más nombres, más de los que en verdad habían matado los Cazadores, más de los que habían muerto en los últimos meses. Hubo alguien que achacó la muerte de Velter Pinula a los Cazadores, y Velter Pinula era un borrachito que cinco años antes había muerto ahogado por el alcohol.

―Casimiro López, Armando Barrientos, Emilson Sánchez, Miguel Barrios (otro Miguel Barrios), Linda Cástulo, Vanesa Femosa... ―Al parecer alguien tenía la lista de los pasajeros del bus No. 57.

La lista se hacía interminable y pronto se hizo imposible distinguir los nombres de entre tantas voces alzadas.

Y mientras gritaban, la multitud se iba acercando, cerrando un círculo compacto de voces acusadoras, manos alzadas, armas en mano, garrotes al aire, cuchillos y machetes empuñados.

En el centro permanecían los Cazadores, que por fin habían salido de su ensimismamiento y miraban todo con ojos aterrados, olvidada la vergüenza y la apatía. En el centro, al lado de los Cazadores, permanecía el grupito de Andrés Santillana, entre estos: Cristian y Luis, que asistían a aquel espectáculo igual o más aterrados que los Cazadores mismos.

No temían a que la multitud los arrollara y ajusticiara junto con los delincuentes, cosa muy posible; temían a la muerte de los Cazadores y a las terribles consecuencias que acarrearía para ellos y toda Aguasnieblas.

¡Por sus deseos de venganza iban a condenar a todo el pueblo!

¿Qué hacer?

Estaba tentado de ponerse a gritar como loco y explicar lo que pasaría si mataban a los cinco Cazadores de manera conjunta, por más que sabía lo ridículo que se iba a ver y lo poco creíble que sonaría. ¿Pero qué otra opción tenía?

A su alrededor, la gente seguía cerrando el cerco y los distintos tipos de armas se agitaban amenazadores. Cerca, cada vez más cerca.

¡Dios Santo! ¡Era el fin!

De pronto, se oyeron tres disparos y la gente enmudeció. 

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