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Jennifer vio el bulto de pie junto al portón de entrada. No fue capaz de distinguirlo, ya que, aunque esas calles estaban muy bien iluminadas, una de las columnas del muro ocultaba al intruso. ¿Violador?, esperaba que no.

Abrió la puerta, con la esperanza de que el sujeto saltara la cerca y se echara a correr. Aunque estaba en su casa, no querría llegar al extremo de atacar o matar; no quería verse envuelta en investigaciones de la policía.

Al abrir la puerta, el sujeto retrocedió un paso, pegándose más a la columna.

―¡Vete de aquí! ―ordenó y señaló con una mano la calle. Si el tipo no se iba, a menos que tuviera una pistola a la mano, podía darse por muerto.

No le vio el rostro, pero estaba segura de que el sujeto sonrió con malicia y lujuria. El tipo empezó a avanzar con decisión; una decisión que aterró a Jennifer, pues sabía que tal decisión la haría volver en el tiempo a cuando tenía trece años, una decisión que haría realidad sus más crueles pesadillas.

«Antes muerta que permitir que suceda de nuevo.»

Jennifer Belrose, Bellarosa, apretó con fuerza el mango de la navaja de veinte centímetros y avanzó hacia el sujeto. El tipo, grande y fornido abrió los brazos. Bellarosa pensó que quería atraparla, se hizo a un lado y clavó los veinte centímetros de acero en las costillas del aspirante a violador.

No fue necesaria una segunda cuchillada. Años de experiencia no se iban en balde. Si bien acostumbraba destrozar los cuerpos de sus víctimas, para sacar parte de la ira y del odio que se acumulaban en su interior, esta vez logró controlarse, pese a que le supuso un gran esfuerzo.

«Estoy en casa —recordó—. No puedo hacer una carnicería aquí.»

De la herida apenas manaron hilillos de sangre, que a la negrura de la noche semejaron surcos de petróleo. Había dado justo en el corazón.

Dejó caer al tipo con suavidad, casi con ternura, y se arrodilló para mirar al violador. Fue entonces que se llevó las manos a la boca para ahogar un grito. Consternada volvió a mirar el rostro del muerto. Se trataba del hijo regordete de los Recinos.

Totalmente aterrada miró al otro lado de la calle, temiendo que un miembro de la familia del muchacho viniera a preguntar qué pasaba con su hijo que no llegaba, que solo había ido para invitarla al almuerzo que ofrecerían el día siguiente.

Al otro lado todo estaba oscuro.

«A lo mejor no saben que está aquí ―pensó―. Sí, sí, eso debe ser. Él saltó el muro y no se identificó, me atacó y yo me defendí». De todas formas, se vería metida en un embrollo. Solo había una cosa que podía hacer.

Al agacharse para pasar el brazo del chico por su hombro, sintió el hedor del alcohol. «Estaba ebrio», comprendió. ¿Qué era lo que pretendía? «¿Creería que era lo suficiente hombre para forzarme?» La indignación rebulló en su interior y le dio un puñetazo en el estómago. La herida, que quedaba al otro lado, supuró un hilillo de sangre.

Era pesado el muchacho, demasiado. Pesaba al menos el doble que ella, y Jennifer nunca fue una mujer fuerte. Hábil quizá, nunca fuerte. Dejó caer el cuerpo cuando sintió que sus piernas y su espalda se quebrarían por el esfuerzo.

¡Maldición! ¿Cómo haría para meterlo en el auto? Lo cogió por una de sus manos y empezó a arrastrarlo. Primero lo llevaría al auto, después vería cómo lo metía al maletero o donde cupiera.

―¿Jennifer?

La voz desde la calle le provocó tal susto que casi le para el corazón. ¿Y si eran los padres de Fernando o la policía? Miró a la calle, lista para pasar a la ofensiva o salir huyendo. Entonces vio a Jaime.

―¿Eres tú, Seco?

―¿Quién si no?

―Rápido, ayúdame.

Jaime saltó la cerca y abrió la boca al mirar el cadáver del muchacho.

―No preguntes, solo ayúdame a deshacerme de él.

Y lo hicieron. Jaime lo tomó de las piernas y Jennifer de las manos, juntos lo subieron al auto.

¡Miren, dos asesinos ayudándose a deshacerse de una de las víctimas! Ambos se acostaban y se gustaban. ¿Habíase visto algo más romántico? En algún momento, algo similar pasó por la mente de Bellarosa, pero estaba demasiada asustada por tener un muerto en el patio de su casa para prestarle atención.

Antes de salir para ir a botarlo a cualquier lado, Jaime le pidió algo inusual a la joven:

―Trae gasolina y un encendedor.

―¿Para qué?

―Lo tomaste de las manos con tus manos desnudas ―explicó el Seco―. Tus huellas están en él, tendremos que quemarlo para que no quede evidencia.

Jennifer casi se echa a llorar. ¡Qué tonta estaba siendo! ¿Qué le pasaba?

Ella siempre había sido meticulosa, y nunca se metía con gente que viviera cerca de su casa, por más insoportables que se portaran algunos. Y ahora tenía el cadáver de un vecino en el maletero de su coche, y encima se olvidaba de toda precaución. La posibilidad de que se tratara de un intento de violación la había descolocado, o eso creía ella.

―¡No tengo gasolina! ―chilló con voz queda―. Y si vamos a la gasolinera alguien comentará que la huérfana Belrose fue a comprar gasolina a la una de la madrugada, encontrarán al chico calcinado y...

―Shhh, shhh, calma ―pidió Jaime―. ¿Tienes una manguera y un bidón?

La muchacha asintió, pues el miedo, la impotencia, y lo estúpida que se sentía, formaban un nudo en su garganta que le impidieron decir palabra en esos momentos.

―Ve por ellos.

Diez minutos después, Jaime conducía por el Boulevard en dirección norte, buscando la salida de Aguasnieblas. En la cajuela llevaban el cadáver de un chico regordete y un bidón con un galón de gasolina que habían sacado del tanque del auto que conducía.

No hablaron desde que Jennifer llevó la manguera y el bidón. El Seco tomó el volante sin pedir permiso, consciente del estado nervioso de la muchacha. Ella agradeció el gesto y el silencio de su amante. Tampoco hablaron durante el trayecto, lo que sirvió para que la chica recuperara la calma.

A la salida de Aguasnieblas tomaron una calle lateral, un callejón que llevaba a alguna finca, se adentraron unos quinientos metros y se detuvieron en un punto donde el camino describía un recodo. Se apearon todavía sin hablar. Tiraron el cuerpo del muchacho a orillas del camino, lo empaparon en gasolina, después lo prendieron como una pira.

Regresaron antes de que el olor a carne quemada impregnara el ambiente. El auto enfiló por donde había llegado. Tras ellos, el cuerpo de Fernando Recinos, que solo había vivido 15 años, siguió ardiendo hasta los huesos.

Pasarían varios días para que se confirmara que aquellos huesos renegridos pertenecían al joven Recinos que fue reportado como desaparecido el sábado 26 de enero. Sin embargo, fueron muchos, entre ellos Helbert Betancourth y Eduardo Blanco, los que lo dieron como un hecho desde esa mañana de sábado.

Jaime y Jennifer tampoco hablaron durante el trayecto de vuelta. Tampoco lo hicieron mientras hacían desaparecer la sangre del césped del patio de la joven. Platicarían hasta la mañana después de asegurarse de que estaban a salvo. Pero antes de conversar y contarse lo que habían vivido esa noche, se lanzaron a los brazos del otro, se cubrieron de besos voraces e hicieron el amor casi con furia, hasta tal punto que a la muchacha le dolió el sexo por la fogosidad de su pareja.

No obstante, fue una de las mejores sesiones de sexo de sus vidas. Después se relajaron, sintiéndose livianos, como si la mitad de la carga que soportaban se hubiera esfumado. En esos momentos el mundo les pareció un lugar apacible, un lugar donde era posible vivir sin miedo y con esperanzas de tranquilidad duradera.

Eran las cuatro de la mañana cuando el Seco le preguntó lo que había ocurrido. Ella ya no tenía miedo. Se dio cuenta con esperanza de que Jaime tenía la cualidad de hacerla sentir segura. Contó todo tal como había ocurrido.

Después fue el turno de él. 

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