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Elliam aún tuvo la fuerza suficiente para detener la avalancha de gente que se dejó ir sobre los Cazadores, estos, impresionados por lo que acababa de ocurrir, no llegaron a recordar que aún tenían armas en sus manos. Corrección, Elliam no los dejó recordar.

Disparar contra la masa de gente que los cercaba no habría servido para ponerlos en fuga, dándoles tiempo para escapar. Con las municiones de las que disponían habrían matado a algunos y herido a otros, lo que habría bastado para que la multitud los despedazara allí mismo.

Suena cruel, pero bien visto, hubiera sido mejor a lo que estaba por ocurrir.

Pero no recordaron que tenían armas, ni siquiera podían pensar en lo que estaba pasando. Estaban en shock a causa de la balacera y por el hecho de que ninguno hubiera muerto después de la ráfaga de fuego que se abatió sobre ellos. La gente que se acercaba era solo un borrón en su mente obnubilada.

Iban a morir, era una certeza. Se preguntaban por qué se habían ocultado cuando los disparos. Habrían tenido una muerte rápida e indolora. En cambio, ahora se acercaban con machetes y palos, cuchillo y hachas, incluso martillos y látigos. Y sus rostros, ¡Dios Santo, sus rostros! Eran la cara de la muerte. ¡Los iban a despedazar!

¿Qué pasó para que tras unos pasos la multitud mudara de sentimiento? Elliam por supuesto, siempre Elliam, que utilizaba los últimos restos de energía para que su plan no se fuera por la borda.

¡Faltaba una! ¡Maldita sea, faltaba una!

En lugar de asesinarlos, la multitud sacó cuerdas de donde no las había y ataron con firmeza de las manos a los Cazadores.

―¡A la comisaría! ―gritó Andrés Santillana.

Santillana era el responsable de que dieran con los Cazadores, todo el mundo lo sabía, por lo que a todo el mundo le pareció lógico seguir su opinión.

*****

Cristian y Luis alcanzaron la vanguardia del grupo en el momento que la comitiva se ponía en marcha. Alcanzaron a ver a cuatro de los cinco Cazadores con las manos atadas a las espaldas. La otra punta de la cuerda era sostenida por otras tantas personas. Los cuatro estaban ilesos. Por lo que el alivio que sintieron al principio se convirtió en aprensión.

Elliam los había salvado porque no estaban los cinco.

El grupito en el que iban los aprehendidos se había adelantado una decena de metros del grueso de la multitud, y el resto mantenía una distancia y un silencio ceremonioso. Nadie había dado media vuelta para regresar a casa. Y Cris sabía por qué no se marchaban.

¡Elliam!

Siguieron a los cabecillas. No se percataron del grupito que se rezagó para recoger el cuerpo de Helbert Betancourth, el primer muerto de la tarde.

Corrieron hasta darles alcance y se pusieron al lado de un hombre ya entrado en años. No lo sabían, pero se trataba de Andrés Santillana, el hombre que había orquestado aquel movimiento.

―¿A dónde los llevan? ―preguntó Cristian de forma directa.

El hombre lo miró, luego a Luis, en sus ojos brilló el reconocimiento.

―Te reconozco. ―Su voz era de autosuficiencia, la de un hombre orgulloso de lo que acaba de conseguir―. Eres el hijo de Cáceres, el que llevó a la policía hasta la cabaña donde estas lacras hacían de las suyas. No pongas esa cara, un amigo del cuerpo me lo contó en confidencia, para no ponerlos en la mira, pero ahora ya no están en peligro. Permítanme felicitarlos porque pronto obtendrán justicia. Ustedes y mi pobre amigo Berny y su hijo, aunque para ellos como para muchos otros, les valdrá de bien poco. Como ven, ya tenemos a los Cazadores.

―Debieron matarlos ―dijo Luis en voz apenas audible.

―¿Cómo dices?

―¿A dónde los llevan? ―insistió Cristian.

―Con la policía por supuesto.

―Me parece bien ―dijo.

Lo cierto era que no estaba seguro de nada.

Los Cazadores marchaban al frente, retenidos por las cuerdas como si de mulas de carga o perros se tratara. Avanzaban a paso moderado, con la vista pendiente únicamente del trozo de calle que pisaban. En sus mentes no había espacio para otra cosa que para la derrota, la vergüenza y la pesadumbre. Hasta el miedo los había abandonado. Ni siquiera eran conscientes de las anclas que los seguían unos pasos por detrás.

La imagen que de ellos se llevó Cristian era la de personas derrotadas. En ese momento se dio cuenta de que los Cazadores eran tan víctimas de la Voz como los Elegidos, sino más. Barruntó que no eran más que unos muchachos llenos de problemas y perdidos a los que Elliam había manipulado cruelmente. En esos momentos se compadeció de ellos y los perdonó.

*****

La gente se olvidó de los quehaceres y se lanzó a las calles para observar la extraña procesión.

La noticia de que se había capturado a los Cazadores y que iban por tal o cual calle se extendió en toda Aguasnieblas y aún más allá en escasos minutos. Mensajes de texto, WhatsApp, llamadas de voz, videollamadas..., en las redes sociales ya circulaban decenas de videos en los que se podía ver al grupito que iba a la cabeza guiando a los Cazadores. En los vídeos más recientes incluso aparecían Cris y Luis.

El poder de la tecnología a la hora de informar era portentoso. Era por ello que la gente empezaba a reunirse en aquellas calles por las que iba a pasar el desfile. Porque de eso se trataba, de un silencioso desfile en el que se exhibía a los maleantes que en los últimos días habían sumido a Aguasnieblas en una ola de miedo como nunca se había visto.

Silenciosa era aquella procesión.

Los Cazadores no habían dicho nada desde que los capturaran y mantenían la vista baja. La gente no lo sabía, pero los cuatro temían, en mayor o menor medida, que sus parientes formaran parte de los espectadores.

Amanda no tenía familiares, y de vergüenza sentía poco, pero la derrota la mantenía cabizbaja, a la vez que se preguntaba por qué no se había marchado cuando tuvo la ocasión para hacerlo.

José pensaba en sus padres, dignos empresarios. Sin embargo, a lo que más temía era a encontrarse con la mirada de Cinthya. A esas alturas ya debería saber que él estaba tras la muerte de Fredy Ederson y su padre. ¿Cómo lo miraría? ¿Con tristeza u odio? ¿Una mezcla de ambos quizá?

Jaime se consolaba sabiendo que su abuela estaba demasiado anciana como para presenciar la vergüenza de su nieto. En su lugar deseaba de todo corazón que Jennifer se hubiera dado a la fuga.

David odiaba a su padre, a su madre y al bastardo del marido policía de ella, así que no le importaba que descubrieran quién era en realidad; a lo que temía era a las miradas acusadoras de los parientes de aquellos que había asesinado por placer.

El grupito que iba al frente con los Cazadores tampoco decía nada. Aparte de las frases que Andrés Santillana intercambió con Cristian, el silencio era absoluto. Tras ellos se aglomeraba el grueso de la muchedumbre. Serían tres mil o más personas, pero nadie decía nada, y cuando lo hacían, hablaban en voz baja, como si temieran romper la solemnidad de la procesión.

A los costados, la gente que empezaba a reunirse para presenciar el desfile también se mantenía expectante y en silencio.

―Mira ahí vienen ―decía alguno.

―Son solo unos muchachos ―apuntaba otro.

Y todos lo hacían con voz queda.

Aquella especie de manto negro que provenía del este ya proyectaba su sombra sobre las primeras casas de Aguasnieblas y la gente lo miraba de vez en cuando con aprensión, aunque la mayoría fingía no darse cuenta de su existencia. Lo que pasaba en el suelo era más excitante.

Después de que la multitud fuera a por los Cazadores entre gritos y grandes voces, era muy extraño, hasta ominoso, el contraste con el silencio de la procesión de vuelta

Lo cierto es que era una calma chicha. La típica calma que precede a la tormenta.

¡Y qué tormenta la que se estaba gestando!

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