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Eran las cuatro de la tarde con tres minutos cuando llegaron a Aguasnieblas. Sin darse cuenta, su aventura de la búsqueda de la guarida de los Cazadores les había consumido buena parte del día. No fueron a cambiarse las ropas sucias y rasgadas, sino que fueron directo a calle Jesús, entre la once y doceava calle, donde se ubicaba el edificio de la policía.

Entraron preguntando directamente por el jefe Henrich, a quien Cristian conocía de vista, lo había visto algunas veces dialogando con su padre

Henrich Surman (su padre era un rumano que embarazó a su madre en la isla de Flores a mitad de los sesenta), quien había cumplido los cincuenta hacía tres años, y hacía uno, perdido la mitad del cabello, estaba en su oficina de la segunda planta, sentado en su silla de trabajo, las piernas sobre el escritorio y las manos detrás de la cabeza, pensativo.

Hasta hace una hora estaba revisando una sarta de informes de sus oficiales sobre capturas, muertes y accidentes (nada del otro mundo), lo que lo había aburrido en extremo. Si bien en esos momentos ya no estaba aburrido, de pronto era presa de la inquietud, como cuando sabes que hay algo importante que debes recordar o hacer, pero tu mente no logra aprehenderlo.

Durante un rato había intentado concentrarse en los fajos de papeles sobre su escritorio, hasta que se dio por vencido media hora después, al darse cuenta de que llevaba ese lapso leyendo y releyendo las primeras líneas de una hoja, sin haber captado nada. Entonces dejó todo a un lado y se dejó embargar por la inquietud, contra la cual no podía luchar.

Los hombres pragmáticos como él no se dejan guiar por corazonadas, ni se detienen demasiado tiempo en cosas que no recuerdan o no entienden, pero esa ocasión era diferente: no podía sacarse de la cabeza que había algo importante. Lo más frustrante era que no tenía idea de qué era eso importante; si era algo que debía hacer, que debía recordar, o que estaba sucediendo o debía esperar.

Sencillamente se sentía intranquilo.

Deseó salir a dar una vuelta, tomarse un refresco y fumar un cigarrillo. Por el contrario, se quedó en su cubículo dejando a la mente vagar.

Cuando a eso de las cuatro de la tarde y once minutos oyó los tacones de unas botas, bajó las piernas de la mesa y se acomodó en la silla, procurando adoptar una posición digna. Esos tacones podían dirigirse a cualquier lado, la de Henrich no era la única oficina en esa parte del edificio, sin embargo, el jefe estaba seguro de que iban a buscarlo a él.

La inquietud de pronto se transformó en expectativa. De alguna forma supo que estaba a punto de saber qué lo había tenido tan inquieto las últimas horas de la tarde. El punto es que ahora que estaba a punto de averiguarlo, tenía miedo.

El agente Aroldo Más llamó a la puerta con los nudillos. Henrich sintió de pronto un ramalazo de terror, como si lo que iba a atravesar la puerta fuera un asesino a sueldo que iba a por él, o uno de los monstruos de los viernes de terror que miraba en el televisor de veintiocho pulgadas junto a sus tres hijas. Su hija menor acostumbraba ver el film abrazado a su cintura, y él la rodeaba con un brazo protector. Pero él no tenía a quien abrazar. Así que se sobrepuso e indicó a su subalterno que pasara.

En el momento en el que el agente Más se plantó frente al escritorio, el ramalazo de terror era cosa del pasado. El jefe había recuperado el aplomo.

―Hay dos jóvenes que quieren hablar con usted, jefe ―informó el agente, cuyo rostro y ojos no parecían los de siempre, como si hubiera visto una escena horrible, algo a lo que no podía dar crédito.

«Pero eso no puede ser ―pensó―. Hasta los policías más jóvenes han visto la mar de cosas horribles. Quizá me estoy volviendo un viejo loco. Después de todo, ya crucé el umbral de la media centuria.»

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