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«¡Sois míos!», pensó exultante.

También percibía a otra de las anclas a su derecha y una más a sus espaldas. Más lejos, como si se hubiera marchado y ahora volviera, percibía a la última. Pero ninguna de esas importaba en esos momentos. Importaban las que tenía delante, a una manzana.

«Ya sois míos.»

No los podía ver pues la oscuridad era casi negra (la visión humana era asquerosamente limitada), pero los sentía, como dos puntos luminosos sobre un manto negro. Doblaban una esquina en esos momentos.

«Los muy idiotas piensan que no puedo ir más rápido —sonrió por su ingenuidad. El solo gesto de estirar los labios le dolió tanto que le agrió la sonrisa—. La sorpresa que se llevarán. Dolerá, pero la recompensa lo vale.»

Empezó a mentalizarse, preparándose para correr. Sería cosa de diez segundos. El dolor de su carne ulcerada y quemada sería atroz, no obstante, lo soportaría. Pero, ¿resistiría ese cuerpo que mantenía estable a duras penas?

«Tiene que resistir. Y si no lo hace, entonces moriré. Ya no hay tiempo para las especulaciones.»

Estaba preparado. Iba empezar a correr, y de pronto escuchó un silbido. En un gesto instintivo se hizo a un lado, tan rápido que se sorprendió él mismo. Algo pasó rozándole la espalda e impacto una pared diez metros más allá. La explosión que ese algo provocó contra la pared lo hizo tambalearse, no tanto por la onda expansiva como por el miedo.

«Sabía que pronto aparecerían las bombas. Si esa cosa me alcanza...»

―Denle con todo, muchachos ―gritaba el jefe Henrich y el coronel Montiel.

Policía y ejército se distribuían por las calles aledañas a parque Central y preparaban una última ofensiva para terminar con Elliam. Esta vez había más confianza. Sabían que estaba débil y que podía morir.

―Miguel, vuelve a apuntar con esa bazuca ―ordenó Montiel.

Otro fogonazo.

Elliam, sabedor de que no tenía chances para devolver el cohete, se apartó de la trayectoria y retrocedió. Hubo una nueva explosión cuando el cohete impactó, esta vez, contra un árbol de mango. El árbol cayó con un sonido sordo y volaron las astillas. Instantes después, el árbol ardía en llamas como una gigante antorcha caída.

Elliam miró el fuego esperanzado. Lo manipuló, lo alzó en grandes bolas y lo lanzó. Los hombres se apartaron a tiempo y, al levantarse, miraron más expectantes que aterrados al monstruo simiesco y reptiliano.

Las bolas de fuego rodaron y desaparecieron en la calle. Y mientras rodaban, Elliam vio soldados y policías como hormigas que corrían, no de las llamas, sino para rodearlo. Y en muy pocos rostros notó miedo, y si lo tenían, lo dominaban.

Fue su turno de asustarse de veras y de pronto pensó en los Cazadores. «Fue así como se sintieron cuando la multitud los rodeó a la salida de la Guarida —recordó—. El mismo miedo y la incertidumbre, y los pensamientos que, desesperados, tratan de discurrir una salida.»

Pese a saber que le dolería, soltó una carcajada amarga por la ironía del caso. Más allá, los soldados y policías acusaron una punzada de miedo.

Efraín Montiel, hombre que había ascendido por méritos propios y no por los tortuosos caminos de la burocracia, se dio cuenta enseguida de que el monstruo utilizaba el fuego ajeno como arma. No sabía si podía producirlo o no, pero desde luego no debían proveérselo ellos mismos.

Ignoró la risa del monstruo, en parte, porque él, Henrich y unos pocos más fueron los únicos que percibieron el verdadero cariz desesperado de la risa, y en parte, porque era otro tipo pragmático que no tenía tiempo para sentir miedo ni para ponerse a especular.

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