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Jennifer Belrose, la Bellarosa, observaba con la cara contraída por el miedo al sin número de gente que se apuntaba para colaborar con la hoguera que la transportaría al infierno.

Siempre pensó que nunca sentiría tanto miedo como la noche en la que tres borrachos robaron su virginidad y le destrozaron la vida.

¡Cuán equivocada había estado!

Comparado al miedo, miedo no, terror y pánico absoluto, que ahora sentía, aquella noche parecía ahora lejana y liviana en su memoria.

¿Qué eran unas manos ásperas, el aliento nauseabundo de alguien que se emborracha con licor barato y el dolor de un miembro de adulto rasgando el himen y la inocencia de una niña, qué era todo eso comparado con el terror absoluto que le atenazaba el alma entera en esos momentos?

Deseó con fervor que el ancla no hubiera dudado tanto cuando le dio la oportunidad de terminar con su vida. Una muerte limpia y rápida hubiera sido mejor que el infierno que le esperaba. Se consoló pensando que sus padres no vivían para ver aquello.

¿Y luego qué? ¿Qué pasaría después de arder, de gritar, de sufrir el dolor más terrible? ¿Cómo sería ser consumida por el Antiguo? Porque Jennifer no tenía ninguna duda de que esa muerte tan dolorosa era orquestada por Elliam.

«Quiere aterrarnos, así como nosotros hicimos con las anclas. ¿Sentirían ellos el mismo terror que ahora siento yo? No, seguro no, nadie puede estar tan asustado como lo estoy yo. ¡Oh Kim! Cómo lo siento. Y tú, a pesar de saber lo que te hice, intentaste salvarme. De verdad lo siento, lo siento...»

―No llores.

Era cierto, lloraba y temblaba, si bien no recordaba en qué momento inició el llanto.

Se volvió hacia la fuente del susurro: Jaime, quien la veía con ojos cargados de compasión, de ternura, de amor. Él parecía sereno, y sin embargo sabía que estaba igual de asustado, pero aparentaba entereza por ella, lo supo y por eso lo amó más.

Miró su rostro delgado y alargado, su cabello color arena, sus profundos ojos azules, y trató de sonreírle, decirle con esa sonrisa que estaba bien, que solo había sido un momento de flaqueza. Si él podía ser fuerte por ella, ella también tenía que ser fuerte por él. Porque lo amaba, a pesar de que toda su vida pensó que nunca llegaría a sentir algo diferente al odio por los hombres.

En la adolescencia, cuando las hormonas se alborotaron, despreció a los hombres y se había vuelto en busca de consuelo y placer en otras mujeres y en la autocomplacencia. Durante años pensó que era gay. Es cierto que nunca se enamoró de una mujer, pero sí que había sentido atracción.

Al integrarse a la banda, hace dos años, se acostó algunas veces con Amanda. La More no ponía pegas a un acostón sin importar el sexo de la otra persona. Hasta que empezó a intimar con Jaime. El Seco era un tipo duro, al menos en apariencia, pero con ella fue gentil y caballeroso. Se acostaron después de muchos ruegos de parte de él. Y fue diferente, fue especial. Siguieron acostándose. Sin darse cuenta que el sexo se convertía en amor de manera paulatina.

Y ahora lo tenía allí, serio, con los nervios firmes, tratando de animarla, de consolarla una última vez antes de su desahucio. Pero a ella no la engañaba. Con el tiempo había llegado a conocerlo y sabía cuándo tenía miedo. En esos momentos lo tenía. Aparentaba entereza por ella, solo por ella. El llanto volvió con sentimiento y se lanzó sobre su pecho; las lágrimas corriendo abundantes.

Si la gente notó el tierno momento entre dos de los Cazadores, fingió no darse cuenta. El montón de maderos, leña, tablas y todo aquello que ardiera crecía a ritmo vertiginoso a escasos metros de ellos.

A la derecha de Jennifer estaba Amanda, que miraba al frente, aunque no veía a nadie en concreto. Su mente estaba en otro lado. Sabía lo que venía y que era inevitable. En su mente muchas piezas encajaron. Por fin comprendió que nunca fue su tía, la Bruja, quien los escogió. No, siempre hubo alguien más detrás de todo.

Fueron elegidos por la Voz posiblemente mucho tiempo antes de que formaran la banda, quizá antes de que su tía la reclamara tras la muerte de su madre. Se había convertido en una delincuente, pero ¿cuánto de ese camino había sido voluntad suya y cuánto de Elliam?

No obstante, no podía más que admirarse. Había sido un plan llevado a cabo durante años con el solo objeto de llegar a ese momento.

«¡Maldito! ―pensó― ¡Eres un maldito muy inteligente!»

Estaba asustada, como no podía ser de otra manera, pero no estaba tan nerviosa como lo estuvo en las horas previas a su captura en la Guarida. Pensó que los nervios de antes se debían a la incertidumbre, ahora ya no había tal. Solo cabía esperar el final.

A la izquierda de Jaime estaban José, el Halcón, y David, el Sapo. El primero miraba al suelo. Sus padres estaban allí y también Cinthya. Estaban juntos. ¿Cinthya les habría dicho que fue él quien mató a los Ederson? Aunque ya no importaba, seguro ya lo sabían. Le habían hablado, sus padres, para que se defendiera y dijera que era inocente; él no les había devuelto ni la mirada.

Y encima esa pira que a cada instante crecía. Lloraba en silencio. Lo había tenido todo: buenos padres, una novia, la posibilidad de estudiar... y ahora estaba allí, a punto de sufrir la muerte más cruel que pueda existir. Sentía rabia, frustración, pero, sobre todo, miedo.

El Sapo mantenía la vista al frente, curiosamente era el único que sonreía. Su sonrisa era cínica, irónica. ¡Ah la ironía! ¿Qué era lo que más amaba de la vida? Causar dolor, repartir un poco del dolor que había visto y vivido en la vida. Bueno, un poco no, en realidad lo repartía multiplicado. Y ahora estaba allí, a punto de sufrir más dolor. ¡Ah, cómo dolería! Pero serían unos minutos, y al final todo terminaría.

También sonreía con satisfacción. Su muerte no sería en vano, serviría para causar más dolor.

A unos metros de los Cazadores, la pila de madera había alcanzado su punto álgido. En esos momentos bañaban la hoguera con gasolina.

―¿De verdad? ―dijo Jaime, dando un paso al frente y alzando la voz―. ¿Es todo lo que harán? ¿Encender una hoguera y dejar que ardamos? ¿Después de todo lo que hicimos? ―giró el cuerpo ciento ochenta grados para llamar la atención de la gente, para asegurarse de que lo oían―. Saben, yo maté al profesor Josué Cué y a su amante, y también a Benny Rivas, y no saben cómo lo disfruté. También maté a Miguel Barrios y a Samuel Barillas ―cosa que no era cierto, pero para el propósito de Jaime, mejor que hubiera matado a mil― y a Samanta Espino y ordené al Halcón dispararle al chófer del bus número 57. Lo único que lamento es no haber matado a más. ―Luego rio como un demente―. ¡Ahora mismo desearía matar a unos cuantos más!

―¿Qué puedo decir de mí, colega? ―Jennifer dio un paso al frente y se situó al lado de Jaime―. Yo secuestré a Fernando Recinos, lo amordacé y lo torturé, después lo llevé al campo, lo rocié de gasolina y lo quemé cuando aún vivía. Casi puedo oler el aroma a puerco que brotaba de su piel crujiente. ¡Ah, cómo lo disfruté!

La gente los oía con horror, empezaban a alzarse voces, los puños se levantaban, los machetes se agitaban, las armas de fuego amenazaban.

¡Las armas!

―¿Y qué me dicen de los Ederson? ―José se unió a sus camaradas, alzó la vista, pero evitó mirar a sus padres y a Cinthya―. Los espié, los seguí, los asesiné. Con una navaja, regué su sangre mientras reía, mientras me divertía. El chiste era ver quién mataba más gente durante el año, y esta vez pensaba ganar. El año pasado quedé último, a pesar de matar a Juan León, a Jeremías Fernández, a Selina Monroy y a muchos otros. Esta vez pensaba ganar. Los Ederson fueron mi sexta y séptima víctima. ¡Y los que pensaba asesinar!

Fue más de lo que los oyentes podían soportar. El vocerío se alzó de nuevo.

―¡Malditos!

―¡Mil veces malditos!

―¡Cobren venganza ustedes mismos! ―gritó Jaime― ¿Por qué dejar que las llamas se cobren lo que les hicimos a ustedes, a sus hijos, amigos, novios, novias, madres, padres? ¿Por qué?

Y voló la primera piedra. 

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