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Ambos chicos alzaron la cabeza al unísono. Cinco metros más adelante y hacia arriba, donde terminaba la cuenca del río y empezaba la carretera, vieron a un tipo más bien chaparro y fornido, cuyo rostro estaba cubierto por una máscara de sapo. La máscara parecía ser de látex y enfundaba por completo la cabeza del sujeto, los únicos agujeros eran los de los ojos.

Erick reconoció (mientras empezaba a temblar levemente sin siquiera ser consciente de ello) en él a su torturador; Kimberly supo que era compinche de la mujer de la máscara de gata.

Permanecieron paralizados cinco segundos, en el transcurso de los cuales no pudieron hilvanar un solo pensamiento coherente, después empezaron a retroceder.

Estaban de espaldas al río, la vista fija en el hombre de la máscara, quien los miraba con aire de suficiencia, los brazos cruzados. A su derecha quedaba puente Subín, sobre él los autos cruzaban ocultos cada vez más en las brumas. Enfrente había una calle de terracería donde caminaban algunos transeúntes, aparentemente con prisas; cuando la bruma venía, todo el mundo corría a sus casas.

A decir verdad, no estaban solos, no obstante, así fue como se sintieron. De alguna forma sabían que, aunque gritaran, nadie los oiría ni acudiría en su ayuda. Fue por ello que siguieron retrocediendo.

El hombre-sapo desenroscó los brazos y empezó a descender. Erick tomó de la mano a Kimberly, la obligó a dar media vuelta y se echó a correr.

¡Bajo el puente! ―ordenó la Voz.

A punto estuvo de hacer caso, pero en último momento tomó la dirección contraria. Se echó a correr corriente arriba, sin soltar a la chica, bordeando la orilla del Subín.

―¡No! ―dijo Kimberly―. Teníamos que ir bajo el puente.

Entonces supo que hizo lo correcto al coger otra dirección. La Voz se había dirigido a ambos, intentando guiarlos. ¿Para qué? ¿Qué había allí abajo? Recordó la oscuridad sobre sus cabezas y tuvo la certeza de que algo oscuro estaría aguardándolos en la negrura bajo el puente.

―¡Corre! No hagas caso de ella.

La muchacha asintió. A sus espaldas escucharon cómo el hombre-sapo iniciaba la persecución.

«Nos va a matar ―temió―. Dijeron que no debíamos contar nada a nadie. Pero lo hicimos. La Voz lo supo y llamó a sus lacayos. ¡Nos va a matar!»

¡Con cuánta verdad piensas, muchacho!

Tan cerca del río, la neblina se volvía más espesa con cada segundo. Lo que al principio no sería más que el humo de un cigarrillo, ahora parecía el humo de una hoguera. Todavía podían ver por dónde iban, pero no más allá de cuatro o cinco metros.

A la izquierda tenían el río, casi invisible, y a la derecha, el terraplén natural que llevaba al nivel del pueblo, no era muy alto, pero sí muy empinado y subirlo les podía llevar demasiado tiempo. «Tiempo para que el maldito carasapo nos atrape y nos mate».

Ya no es un tipo carasapo, mira, ¡es un auténtico monstruo carasapo!

Lo que la Voz pretendía era que volviera la vista.

«Como Lot ―pensó―, que se convirtió en piedra. ¿O fue la mujer? ¿No fue el camello? Esperen, ¿Lot no fue el que construyó un arca en cuarenta años?»

Pese a todo, volvió la vista.

El monstruo lo seguía a unos quince metros de distancia. Era un monstruo con cara de sapo y cuerpo de lagarto que corría con dos piernas como cualquier humano. Incluso pudo ver los pectorales marcados de un cuerpo bien trabajado, solo que eran verdes y rugosos. Corría tras ellos con un leve ¡plaf, plaf!, por lo grande y palmeado de sus pies.

Al menos Erick no se convirtió en piedra «Sal, creo que era arena». Lo que hizo, o al menos procuró, fue correr más rápido. A sus espaldas oía el plaf-plaf del monstruo, que, pese a su intento de ser más rápido, oía cerca, cada vez más cerca.

«¡Y cuando nos atrape nos destrozará! Casi que preferiría lo de la estatua». Una risa grave, burlona, divertida, coreó su pensamiento. Los vellos se le erizaron. Luego, volvió el silencio, excepto por los jadeos de ambos, el martilleo del corazón en el pecho y el plaf-plaf de su perseguidor.

La persecución continuó en silencio, como si les hubieran vedado abrir la boca. No gritaban, no se animaban a mantener el ritmo; el monstruo no gruñía ni les decía que se detuvieran. A su alrededor, el rumor del río y el de las pisadas del monstruo, envueltos más y más en un manto de neblina.

Las fuerzas de ambos chicos empezaban a flaquear cuando avistaron un tramo donde el terraplén no era tan vertical. Aprovechando el impulso de la carrera, Erick subió. No contaba con que la tierra se desprendiera haciéndolo perder pie; como último recurso dio un empellón para que Kimberly alcanzara la calle.

En cualquier otra situación habría aprovechado para echar un vistazo, para ver las bragas de la chica; aquel no era un momento para tales tonterías.

Cuando Kimberly alcanzó la calle, ya sabía que debía ayudar a Erick a subir. De manera que apenas pisó firme se agachó y tendió la mano para ayudar al muchacho. Abajo había algo que la hizo soltar un grito: un monstruo (a diferencia de Erick, ella no había vuelto la vista ni una sola vez). Un monstruo surgido de sus peores pesadillas, con cabeza de sapo y cuerpo de reptil, visible a retazos por los girones de niebla que se deslizaban alrededor de su cuerpo.

―¡No lo mires! ¡Dame la mano! ―gritó Erick, incapaz de ponerse en pie para alcanzar la cima por cuenta propia.

La voz asustada del chico despertó a Kimberly, tendió la mano para ayudarlo a subir. El monstruo también se decidió a actuar. Eliminó las distancias de dos zancadas y tomó al chico del tobillo. La mano de la chica no cogió más que aire. Volvió a gritar cuando vio que el monstruo arrastraba al pelirrojo.

Dos sombras aparecieron en la misma dirección por la que ellos habían llegado. Kimberly temió lo peor. No los distinguía; por la bruma solo veía dos bultos negros.

Que se trataba de dos monstruos más, se leantojaba la respuesta más lógica.  

La voz ✔Donde viven las historias. Descúbrelo ahora