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Soñaba que se comía una hamburguesa de varias capas, de esas que generalmente solo pedía la gente de huesos anchos. La llamaba Torreburger. No era un nombre muy original, pero qué otro nombre le ponías a una hamburguesa de veinte centímetros de alto. La había inventado él, al menos el nombre, porque eso de hacer hamburguesas de muchas capas no era nada nuevo, y también él era uno de los clientes que más la consumían. Más bien era quien más la consumía; era el propietario del negocio.

El día que no consumía al menos una Torreburger era como un día sin droga para un adicto.

No era la primera vez que soñaba con una hamburguesa, pero sí que sucedía muy de vez en cuando. Y nunca uno de sus sueños anteriores había tomado las connotaciones que tomó el de esa noche.

Soñaba que comía una Torreburger, eso ya se dijo. La comprimió con sus gruesas manazas para que al cortar no se desparramara por el plato. Al comprimir siempre salían la mostaza, el picante y el resto de salsas; a veces le ponía jalea o mantequilla de maní. Esa vez, cuando presionó, lo único que rezumó fue algo rojo, menos espeso que la salsa, pero más rojo y olía, olía como a hierro.

¡Sangre! ¡La hamburguesa rezumaba sangre!

Y de pronto no presionaba una hamburguesa gigante, sino un brazo sanguinolento. Cerca del pliegue del codo tenía las marcas de unos dientes, los suyos. ¡Sus dientes! ¡Le había dado una mordida!

Despertó con el corazón desbocado y tardó más de lo normal en darse cuenta de que fue una pesadilla. El regusto de la sangre permaneció varios segundos en su paladar.

«Debo de dejar de comer tanto en la cena», se dijo.

Era la millonésima vez que se repetía lo mismo. Tanteó con sus torpes y gruesos dedos hasta dar con la cadenilla de la lámpara, tiró de esta y una luz tenue iluminó un trozo de la habitación. Vigiló con aprensión el resto del cuarto, temeroso de encontrar el brazo mordisqueado de su pesadilla tirado ahí, como una macabra bandera señalando que el sueño había sido real.

Se levantó y encendió el foco del techo, con lo que la habitación quedó iluminada por completo, y se dirigió a la cocina por un vaso de agua. Tomó la jarra de agua y un vaso, pero el litro de Coca-Cola llamó su atención. Dudó tres segundos.

―De algo tenemos que morir ―dijo a la nada.

Destapó el envase y se sirvió un vaso. Como tenía mucha sed se sirvió un segundo. Y puesto que a lo sumo salía otro vaso, decidió terminarlo. Luego fue a la caja y cambió el vacío por uno lleno y lo metió al refrigerador, por si le cogía la sed más tarde.

Celso Bol era adicto a la comida y a la soda. Su esposa lo había abandonado hacía cinco años cuando pesaba poco más de doscientas libras. Según sus palabras, porque él no quería dejar la comida chatarra y no podría soportar que le diera un infarto un día cualquiera. Pero Celso sabía que lo dejaba porque tenía otro, que, para variar, no era gordo.

Desde entonces había subido de peso en al menos la mitad de esa cifra. Muchas veces se compadecía de sí mismo, y prometía que iba a ponerse a dieta, que haría ejercicio; para su tristeza, nunca empezaba. Un claro ejemplo era que la jarra de agua fría llevaba tres días intacta en la nevera, mientras que los litros de Coca-Cola ya habían sido reemplazados más de diez veces.

Tras el paseo a la cocina y la gaseosa, había esperado que el miedo de la pesadilla desapareciera. Sin embargo, continuaba ahí. No lo abandonaba la imagen de la hamburguesa rezumando sangre, luego el brazo, un brazo humano.

Se dio cuenta de que era incapaz de volver a la cama. Si lo hacía y trataba de dormirse, sospechaba que soñaría lo mismo o algo peor.

Así pues, corrió los seguros de la puerta y salió al exterior.

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