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Lo primero que pensó fue que alguien había abierto fuego contra los Cazadores. Los miró, asustado, esperando que alguno se desplomara, sin vida.

Entonces, hubo una pequeña conmoción. La gente fue forzada a hacerse a un lado. De entre el tumulto apareció el jefe Henrich con su prominente barriga. Lo seguían cuatro agentes, que rápidamente lo flanquearon. Henrich se guardó la pistola en la funda y miró a todos con gesto ceñudo.

«Y miedo —pensó—. También tiene miedo.»

La esperanza renació en el pecho de Cristian. ¡La policía! Ellos no permitirían que se matara a cinco personas indefensas, por más que fueran la peor lacra del país. Pese a la alegría inicial, se encontró pronto dudando: los policías eran cinco y la multitud, bueno, una multitud.

―¿Qué sucede aquí? ―preguntó plantándose frente al grupito de cabeza.

―Sucede que tenemos a los Cazadores ―dijo Eduardo Blanco con voz más firme que la del jefe de policía. Dio un paso al frente, escopeta en mano. Eduardo Blanco estaba furioso por la muerte de su gruñón y viejo amigo Helbert―, algo que en dos años no pudieron hacer ustedes.

―Y toda Aguasnieblas se los agradece. ―Lo que a continuación diría sería otro de los muchos errores que Henrich cometió ese fatídico día―. Ahora estos jóvenes quedan bajo custodia del cuerpo policial de Aguasnieblas para ser puestos a disposición del juez correspondiente, quien determinará si efectivamente se trata de los Cazadores y solo entonces se les juzgará por los delitos de los que se les acusa.

Puede que si hubiera dicho algo como: "Los llevaremos ante la justicia para que paguen por sus atrocidades" o "Ahora son nuestros y se les hará pagar por sus crímenes", o cualquier otra oración que hiciera creer a la gente que los Cazadores eran llevados para ser castigados por sus delitos, es posible que la gente hubiera permitido que se los llevara. Pero lo que dijo, tan apegado a la ley, un proceso, un juicio, implicaba la remota posibilidad de que los Cazadores no fueran condenados.

―¿Determinar que se trata de los Cazadores? ―gritó alguien con escepticismo.

―¿Un juicio?

―¿Se les pueda condenar por delitos de los que se les acusa?

―¿Es que no es obvio que se trata de la lacra de Aguasnieblas?

El griterío inició de nuevo. El silencio impuesto por los tres disparos de Henrich había muerto y la multitud, furiosa e indignada por la propuesta de llevar a los criminales ante un juez, había iniciado otra avalancha de preguntas (la mayoría retóricas) y acusaciones entre las cuales era imposible distinguir algo. Henrich empezó a bramar algo sobre que era la autoridad y que se detuvieran, pero la gente, la poca que le oyó, o le ignoró o le lanzó improperios.

La esperanza que había nacido en el pecho de Cristian murió con la algarabía que se reanudaba y los puños y distintos tipos de armas alzadas. Iban a matar a los Cazadores, Elliam ganaría, y no había nada que pudiera hacer.

―¡Cristian! ―el llamado le llegó en un susurro. Durante una tonta fracción de segundo soñó con que se trataba de uno de los abnegados que volvía para decirle qué debía hacer. Hasta que escuchó de nuevo su nombre y se convenció de que era una voz real y no mental como la usada por los abnegados o el desalmado―. Cristian.

Quien lo llamaba era la prima de Kimberly, Jennifer Bellarosa. Hizo una señal con la cabeza urgiéndolo a acercarse. Cris se aproximó, convencido de que al estar sujeta no podía hacerle nada. En esos momentos se fijaban poco o nada en los Cazadores, el tumulto se centraba en Henrich, que se desgañitaba intentando frenar la gritería y que lo dejaran cumplir con su deber. Era tal la algarabía que incluso se planteó soltar a uno o dos de los Cazadores para que se dieran a la fuga, pero al mirar alrededor supo que era imposible escabullirse en un círculo tan prieto.

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