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No eran dos monstruos. Se trataba de Cristian y Luis, quienes se abalanzaron sobre el monstruo, que no era un monstruo.

¿Cómo fue que aparecieron al rescate? Regresemos un par de horas en el tiempo.

Se reunieron en parque Central a las cinco de la tarde. Kate fue quien más se hizo de rogar. La chica tenía miedo de que su padre volviera del trabajo y no la hallara en casa; siempre que pasaba así, la paliza era segura. Al final había claudicado.

―Me regreso a un cuarto para las seis ―señaló.

Una vez en el parque, tomaron asiento en una banca, alejados del resto. Los chicos colaboraron para comprar un litro y medio de Pepsi y tres bolsas de patatas al punto de sal. Mientras comían y bebían, conversaron acerca de la misión que se habían impuesto, que no era otra que encontrar a los otros. Ninguno estaba seguro de por qué era importante encontrarlos, ni qué harían una vez localizados; únicamente estaban convencidos de que era fundamental.

Pronto se dieron cuenta de que ninguno tenía nada relevante que contar. Los otros dos chicos, o no salían o se ponían zapatos a pesar del dedo descarnado, demasiado asustados para dar lugar a que alguien les preguntara qué les había pasado.

En cambio, ellos tres, lucían las vendas en sus dedos como un estandarte, como una bandera izada para que los otros dos acudieran y supieran que no eran los únicos vejados por los enmascarados.

Era curiosa la estampa que ofrecían los tres esa tarde del 9 de enero. A simple vista solo eran tres a amigos bebiendo soda en vasos de duroport, comiendo patatas y charlando sobre la importancia de encontrar a otros dos chicos, puede que dos amigos. Pero si se acercaban, verían las vendas en el mismo dedo del pie, más aún, notarían la preocupación en sus rostros y el miedo en sus ojos. Probablemente no se atreverían a estar mucho tiempo con ellos, espantados por una fuerza extraña, una corriente eléctrica que los haría temer de esos chicos, de aquello que había escogido a esos chicos.

Nadie se acercó. Ningún curioso ni los otros dos. De estos no había rastros.

Esa misma mañana, Cristian vio a un chico cojeando en barrio San Jorge, mientras daba vueltas investigando, pero cuando se acercó vio que el muchacho tenía todo el talón vendado y las diez uñas de los pies en su lugar. El muchacho, que era unos dos años mayor que Cris, se le quedó mirando de mala manera y Cristian aceleró la moto para alejarse. Fue lo más cerca que estuvo de una pista.

Los otros no habían tenido más suerte.

Se animaron a seguir buscando. Aún era muy pronto para pensar siquiera en rendirse.

Luego, como para matar el tiempo, se pusieron a charlar con despreocupación sobre la escandalosa y trágica noticia del momento. La cual no era otra que la del profesor Josué Cué y la joven estudiante Melinda Olivar, ambos hallados muertos la mañana del lunes en el auto del profesor, en una carretera que llevaba a las fincas del oeste.

Toda Aguasnieblas estaba indignada, no tanto por el asesinato como por la desvergüenza del profesor metiéndose con la alumna. La muchacha tenía dieciséis y el profesor cuarenta y uno, una esposa y cuatro hijos, de los cuales, la mayor tenía veinte.

En los últimos días, todos los profesores, así fueran los más rectos del mundo, trataban de mantener perfil bajo y la cabeza gacha.

―Yo estuve esa noche allí ―confesó Cristian, y se dio cuenta, consternado, que hasta ese momento no había pensado en la temeridad que había cometido mientras buscaba a su amigo―. Fue la noche del domingo, el día que te llevaron.

―¡Cómo olvidarlo! ―dijo Luis.

―Te estaba buscando —continuó Cristian—. Encontré el auto y pensé que era el que te había secuestrado. Me bajé y lo revisé por fuera. No era el que describió la policía. Mientras revisaba, la chica dijo algo así como "Josh, hay alguien afuera", por el camino vi una luz que se acercaba, un único faro ―los otros dos asintieron―. Entonces sentí la imperiosa necesidad de salir huyendo. Sentí que si me quedaba podía darme por muerto.

La voz ✔Donde viven las historias. Descúbrelo ahora