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―¡NOOO! ―grita Elliam.

Nadie lo escucha. Su grito de impotencia ni siquiera llega a los Cazadores que son su vínculo más fuerte con el mundo material.

Dos antorchas vuelan, realizan varias parábolas en el aire, caen sobre la madera y todo se incendia en un fogonazo. Los Cazadores empiezan a gritar.

¡Es el fin! El fin de su vida, si es que está vivo. Todo ha terminado. Cuando el último Cazador expire se cortará todo vínculo con el mundo de los vivos y será engullido a otro plano. Y la interrogante de lo que le espera más allá le causa más miedo que la muerte misma.

―¡NOOO! ¡NOO! ¡NO!

Las llamas danzan al son de una suave y gélida brisa. La madera arde y crepita; el plástico se derrite y silba cuando las botellas con tapón se pinchan; el caucho de algunas llantas también se derrite, un bidón explota y el caucho salta y se pega al cuerpo de Amanda, que grita si cabe más fuerte.

Y por un momento Elliam se olvida de que va a morir. Por un momento sus ojos se abren placenteros: el espectáculo de la muerte en agonía de los Cazadores lo colma de placer. ¡Ah, cómo disfruta el terror ajeno!

Expira la primera. Se trata de Amanda. Es una tea ardiendo que grita. El caucho derretido alcanzó su vientre, quema la piel y las vísceras escapan, el fuego sisea por la humedad que destila. Su alma aterrada escapa de su cuerpo y Elliam la atrapa de manera instintiva. Ni siquiera sabe por qué, no le sirve para nada.

Entonces siente cómo sus fuerzas se incrementan. Solo Amanda le provee casi de tanta energía como todos los pasajeros del bus número 57. ¡Y cómo no si ella estaba vinculada a él! Aprovecha por completo su brío y no solo una porción como ocurre con el resto que no ha sido vinculado a él.

Recupera fuerzas, poder. No le sirven para nada ya.

Muere el siguiente, con apenas segundos de diferencia. Se trata de David. Atrapa el alma al vuelo. Las une, las funde. Más fuerza, más poder. ¡Y qué placer! Se dice entonces que al menos se permitirá el placer de saborear las almas de sus esbirros antes de ser arrastrado y cortado de este mundo.

Le sigue José y luego Jennifer, cuya cabellera ardiente es de lo más hermoso que recuerda en mucho tiempo. ¡Qué bien se siente! ¡Si tan solo sus cuerpos no fueran a convertirse en cenizas! ¡Lo que haría con un cuerpo nuevo y ese poder! ¡Y eso que la cota máxima de poder la alcanzaría con los sacrificios! ¡Qué poderoso habría sido!

¡Un momento!

«¡Ah malditos! ¿Será posible?»

Expira el último. El alma de Jaime abandona su cuerpo apenas unos veinte segundos después de que muriera la primera. Han muerto en el tiempo exacto. Ni planeado habría logrado tanta precisión. El vínculo con sus cuerpos físicos es fuerte, poderoso. Si él quisiera podría empujar sus almas de vuelta a los cuerpos, pero claro, en cuerpos supurantes de llagas y carbonizándose en algunos puntos, solo sería enviarlos a una tortura peor. En cambio, lo podía hacer él.

¡Fue lo que hizo! De pronto supo qué era lo que quería lograr: ¡Venganza!

Eso es, desbarataron sus planes y se los haría pagar.

Pero debía darse prisa. Todavía era posible rescatar algo. Aún podía conseguir tiempo, tiempo suficiente para vengarse. Algunas horas, días quizá. ¡Y vaya si se vengaría!

Dos segundos después de atrapar al vuelo la última alma, voló hacia el cuerpo de Jaime. ¡Cómo ardía! El escozor por poco lo hace gritar. Pero sabía que así ocurriría. El fuego era algo que ni siquiera los suyos llegaron a dominar, menos cuando este te abrasaba la carne.

Las cadenas estaban negras y se habían debilitado, con todo, eran demasiado fuertes para una persona normal. No para él, ahora que tenía un canalizador, como lo era el cuerpo de Jaime, podía usar ese poder que las almas de los Cazadores le habían proporcionado. Rompió las cadenas con ese poder y se irguió.

―¡MORIRÁN! ―gritó.

Como lo esperaba, la gente miró aterrada en su dirección. Quería reír al ver aquellas caras consternadas primero y aterradas después. Pero también quería llorar y gritar de dolor. ¡Cómo duele arder en una hoguera! No obstante, tendría que soportar ese dolor si quería venganza.

Entonces los vio, el chico Cristian lo miraba; el chico Luis lo miraba; las chicas Kimberly y Katherine lo miraban. Y de pronto tuvo la certeza de que esos chiquillos tenían la culpa de todo. No lo sabía, pero lo sabía. Y era de ellos de quienes se tenía que cobrar especial venganza. Y aunque no quisiera vengarse, tenía que matarlos de todas maneras; ellos eran la fuente de poder que había elegido. Si obtenía su brío, aunque con ello no evitaría la muerte, tendría poder suficiente para arrasar aquel maldito pueblo.

¡Y las cuentas quedarían saldadas!

Sí. Los mataría. Lo mejor de todo: los sacrificios no tenían que morir al unísono.

¡Lo que se divertiría cazándolos!

Vinculó su esencia a los restantes cuerpos y tejió un escudo para detener la descomposición. La carne continuaba ardiendo, el dolor seguía allí, pero los cuerpos no acusarían demasiado el fuego. En pocas palabras: no se harían cenizas.

¡Entonces empezó a moldear!

Fue el momento que la gente escogió para gritar y echar a correr.

«¡Corran, corran lo que puedan! ―pensó― ¡Nadie escapará!»

Pero el fuego era un problema, no podía moldear el cuerpo a placer. El exterior solo podía usarlo para moldear el exterior, pues la vez que dejó en el interior un trozo de piel llagada cuando daba forma a una enorme pierna, el dolor de quemarse por dentro fue más de lo que pudo soportar, de modo que tuvo que expulsar ese retazo de piel.

No importaba. No buscaba estética, sino sólo causar terror y cobrar venganza.

Cuando terminó, la gente se dispersaba en todas direcciones, por las calles la mayoría y tirándose cercos, el resto. Los más infortunados no hallaban huecos por donde echar a correr.

Miró a los sacrificios. Estos, con ojos desencajados, seguían sobre un túmulo de piedra. ¡Estaban aterrados! Podía sentir su miedo a través del vínculo.

Para llegar a ellos se interponía todavía un numeroso grupo de gente.

¡Hora de empezar con la venganza!

Eran las 16:48.

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