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Las llamas ardían en el Centro, bailaban, danzaban, como si tuvieran vida y celebraran la extinción de la mitad del Mercado Municipal de Aguasnieblas. Como si celebraran contribuir a la venganza y destrucción que Elliam pretendía. Se extendían, cruzaban la calle y se abalanzaban sobre las casas y comercios vecinos. Si no consumieron la otra mitad del mercado fue solo porque el Boulevard era lo suficientemente ancho.

Cristian miró todo eso mientras volvía. Y mientras miraba deseaba sentir tristeza; lo único que encontró en su interior fue rabia.

Rabia y frustración. Las llamas danzaban y él daba vueltas en su motocicleta en torno a la parroquia de la localidad, sin saber dónde mirar, sin saber dónde buscar.

En una de sus vueltas pasó a una manzana del mercado que se consumía. Vio a unos camiones de bomberos luchar inútilmente contra el incendio. Los chorros de agua eran como gotas contra una fogata. Movió la cabeza con amargura y continuó con su periplo.

«Tengo que concentrarme —se dijo—. Tengo que concentrarme o no percibiré nada». Para el caso, tanto daba si inauguraba un concierto de rock en su cabeza.

El incendio al que dio la espalda no iba poder controlarse hasta las 20:15, cuando llegaran los helicópteros de los bomberos forestales y los bomberos voluntarios de la zona urbana de Flores, San Benito y Santa Elena. Mientras, a pesar de los heroicos esfuerzos de los bomberos de los municipios vecinos, el mercado ardería hasta sus cimientos. Lo único que lograrían controlar sería el fuego que amenazaba con extenderse a las manzanas siguientes, si bien no con un cien por ciento de efectividad.

Cris continuó su periplo, a vuelta de rueda, mirando, aunque más que mirar lo que procuraba era sentir. «Si puedo sentir a Elliam, también tengo que sentir a las anclas. Si no ¿cómo las encontraré?»

Escarbar en toda la zona 4 no era una opción.

Se detuvo en una calle lateral de la parroquia, concretamente en Jesús. Un grupo cruzaba en esos instantes por la esquina siguiente. Su instinto de supervivencia lo hizo detenerse y no pasar cerca de ellos. La luz de los faros los iluminó tenuemente. Eran cinco. Reconoció en ellos al mismo grupo que había visto cuando estaba en casa de Kate. No apartó la vista hasta que se perdieron en la negrura de la noche.

Sin embargo, no se detuvo solamente por su instinto de supervivencia, también experimentó una vaga sensación de deja vu. Esa impresión vivir algo que ya había vivido antes. Se le ocurrió que se debía a que ya había pasado muchas veces por ese lugar. Pero lo apartó; el sentimiento era diferente.

Cerró los ojos y trató de no pensar en nada, excepto en esa sensación de que estaba en un lugar importante. El motor de la moto se apagó mientras se abandonaba a su interior. La oscuridad lo envolvió.

Un tirón, un dolor de cabeza, niebla que se enroscaba a su cuerpo como una serpiente de humo, una fuerza que lo obligaba a retroceder, una fuerza que lo impelía a avanzar, una calle, unas columnas como las que bordeaban el predio de la iglesia.

«Sí, fue aquí».

Abrió los ojos y miró la inmensa mole blanca que era la iglesia.

Un niño estaba frente a él. Cris se llevó tal susto que casi cae con todo y motocicleta. Era solo una sombra con el blanco de los ojos flotando a un metro veinte del suelo. Por un momento temió que fuera un espectro de la niebla, aunque no hubiera niebla.

El pequeño era Dylan Castillo, que la noche del jueves 10 estuvo curioseado en la oscuridad y vio cómo unos individuos entraban a la iglesia, sin que nadie les abriera ni los invitara a pasar.

Esa noche, mientras sus padres terminaban de empacar lo más valioso de sus pertenencias para llevarlas a la camionera y huir de aquel nefasto pueblo al que nunca debieron mudarse, él fue enviado al patio para que vigilara. Tenía que avisar si veía algo peligroso.

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