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A eso de las dos de la madrugada se levantó para echarse un poco de agua en la cara, con intención de despejarse y alejar ese malestar que no dejaba de acosarla. «¿Malestar?, no sé si pueda llamarse así. ¿Pesadillas?, talvez, pesadillas y odio.»

Llevaba una semana soñando lo mismo. Si bien no era soñar como ella lo nombraba, sino revivir en pesadillas un pasado tormentoso.

Miró su reflejo pálido en el espejo empañado por su aliento. Lo frotó con el dorso de la mano, pero la imagen continuó siendo igual de pálida. De los ojos del reflejo se deslizaban dos lágrimas que recorrían cálidas sus mejillas. Era lo único cálido esa madrugada.

Se limpió el rostro con una toalla y se sentó en el sillón que había en su habitación. Estaba sola, así que se permitió llorar un rato más.

Las pesadillas empezaron la noche del jueves 17 de enero, justo una semana después del ritual.

Hasta entonces, aparte de la incertidumbre por los resultados del ritual, se había sentido bien. No había tenido ningún motivo de preocupación. Si no tomaba en cuenta su dedo mutilado, confiaba en que pronto podría retomar su ritmo habitual de vida. Es más, incluso había pensado en dejar la banda, y, tras el tiempo pasado con Jaime, sentía menos odio en su corazón. Quizá si le planteaba a Jaime que lo dejaran juntos...

Eso fue hasta que empezaron las pesadillas, reminiscencias de un pasado doloroso y vengativo. No tenía idea del porqué regresaba todo ahora, pero ah que dolía. Y el dolor despertaba el odio, como un pisotón pone furiosa a una serpiente.

Soñaba lo mismo todas las noches; casi lo mismo. Las variaciones no alteraban el conjunto.

Soñaba con la noche aciaga en la que fue ultrajada.

En las pesadillas sentía de nuevo las manos ásperas y sucias hurgando entre su ropa; veía saltar los botones de la blusa; veía su falda y su ropa interior desprenderse de su cuerpo; miraba su desnudez... sobre todo, veía los rostros de sus tres perpetradores.

Los veía flotar entre la niebla como fantasmas; veía sus rostros feos y curtidos, el bigote ralo de uno, la barba frondosa de otro; los miraba y los oía reír...

Veía sus penes, grandes, curvos, horribles, velludos. El primero fue el barbudo. Volvió a sentir que moría cuando le arrebató su doncellez. Sintió la sangre, cálida, trazar hilillos en sus muslos desnudos...

Sabía que todo era un sueño, lo veía todo desde arriba, como si flotara sobre la escena de barbarie y dolor. Pese a ello, también lo veía con los ojos de la niña ultrajada. Sentía su dolor, su miedo y su desesperación; forcejeaba con ella, se resistía, lloraba y al final, se rendía.

Era un sueño, sin embargo, era incapaz de despertarse. Así que se veía obligada a vivirlo todo de nuevo una y otra vez.

Después, tocaba la venganza.

El primero en morir era Rafael Gutiérrez, el tipo de la barba frondosa, el que le arrebató su primera vez.

Jennifer tenía quince años, y Gutiérrez treinta y uno, poco más del doble, pero murió en su propia mierda como un cachorro indefenso. El tipo vivía solo, Jennifer lo drogó y luego lo torturó en la soledad de la propia casa del pederasta. Mientras lo asesinaba, en sueños, volvió a sentir el odio y la rabia recorrerle las venas. Habría querido seguir matándolo por siempre.

Seguía Ricardo Cepas y terminaba con Nazario Vaca, sus otros dos perpetradores. A los tres los mató, a los tres los torturó, y con ninguno fue suficiente. El odio y las ansias de venganza permanecían, si cabe, más recrudecidas.

Era miércoles, no, ya estaba en la madrugada del jueves 24 de enero. Esa era la séptima noche consecutiva en la que el pasado volvía en forma de pesadillas para torturarla y confundirla.

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