Kimberly y Katherine aparcaron enfrente de la casa de Bellarosa minutos después de dejar la comisaría. En su camino encontraron un reguero pequeño pero constantes de personas. No hubo necesidad de preguntar para saber adónde se dirigían.
Al momento de aparcar, el día que había sido soleado empezó a encapotarse, a tornarse gris. Las nubes, venidas del este, cubrían en el horizonte. Nubes no, era solo una. Lo más atemorizador era que no presagiaba lluvia, sino algo peor.
Bajaron de la motoneta con la mente y el corazón desosegado. Al momento de hacerlo el ruido del cristal al romperse llamó su atención. Vieron a seis personas, tres mujeres, dos hombres y un muchacho, observándolas boquiabiertas. La más joven de todas aún tenía las manos en posición de sostener la jarra que había caído. Las miraban como si fueran la rareza de algún zoológico. Las chicas rebulleron inquietas.
Kimberly dirigió una mirada interrogativa a Katherine. La otra se encogió de hombros de manera apenas perceptible.
―¿Aún está aquí? ―preguntó, fijando su atención en la casa más grande y cuidada.
―Ahí está su auto ―señaló Kim.
Con ello pretendía afirmar que Jennifer estaba en casa. Nunca había visto a su prima fuera de casa sin que llevara el auto. Kimberly no lo sabía, pero Jennifer nunca salía a pie ni había adquirido motoneta alguna porque se sentía ultrajada cuando los hombres la miraban con lascivia. Los fantasmas de su pasado la hacían su presa cada vez que ocurría tal cosa.
Se proponían investigar si la puerta de la verja estaba abierta cuando Jennifer salió de la casa. Llevaba puesto un recatado vestido rosa cuyo vuelo llegaba a la rodilla, ceñido con un cinturón que hacía juego con su melena. En el tobillo izquierdo se había puesto una venda y cojeaba de manera marcada. Su lustrosa cabellera color caoba osciló y cayó en la parte delantera de sus hombros cuando se detuvo de súbito.
Lo último que Jennifer esperaba encontrar frente a su casa era a dos anclas, menos que una de ellas fuera su prima. Las chiquillas la sorprendieron, pero las que la asustaron fueron las otras seis personas en la casa de enfrente. «La familia de Fernando Recinos». No la miraban de forma acusadora, como si supieran que ella era el verdugo de su hijo y sobrino, pero sí con suspicacia.
«¿Qué hago?», se preguntó. Por un minuto aparentó una tranquilidad parsimoniosa. «No lo saben ―se dijo, pensando tanto en las anclas como en las personas del otro lado de la calle―. No debo actuar como si fuera culpable de algo».
Sacó la maleta que todavía estaba al otro lado del vano y la puso a un lado de la puerta, en el corredor. Luego cerró la casa con llave. Su intención había sido sentarse al corredor y esperar al resto de la banda. No tenía por qué variar de plan. Tomó asiento en una silla junto a la maleta. El tobillo le dolía bárbaro.
Las chicas estaban abriendo la verja. «¿Qué querrán estas mocosas?»
Al otro lado de la calle, Frank, el padre del muchacho borracho, encabezaba a la familia en un silencioso desfile hacia la calle. Todos iban muy callados y serios, no decían ni hacían ningún aspaviento. Eso asustaba a Jennifer. ¡Y la miraban! «¡No pueden saber qué fui yo! ¡No pueden! ¡Y esos ojos! ¡Parecen poseídos!». Empezaba a asustarse. Toqueteó con nerviosismo las llaves, la del auto más que las otras.
―Tienes que irte.
Se había olvidado de las chicas. Desvió la atención de la familia Recinos y la centró en el par de anclas.
―¡Tienes que irte! ―repitió Kimberly―. Tienes que irte o él hará que te maten junto a los demás.
―¿De qué hablas?
―Kimberly tiene razón ―añadió Katherine―. Tienes que irte de Aguasnieblas o Elliam los atrapará y los matará. Los estuvo usando...
―¿Elliam? ―el nombre había conseguido que se pusiera de pie de un salto. Hizo un rictus por el dolor―. ¿Se refieren al Antiguo? ¿Cómo saben de él?
―Lo sabemos todo ―continuó Kimberly― o casi todo. Sabemos todo lo que sucedió y lo que pasará si logra que los maten a los cinco juntos.
―¿A los cinco? ¿Se refieren a los Cazadores? ¿Qué pasará si nos atrapan a todos? ―¿Desde cuándo era tan lerda que solo respondía con preguntas?
El sonido de una verja al abrirse los hizo volver la vista a la calle. Jennifer comprendió cuán grande la había cagado. «¡Dios mío, acabo de confesar que pertenezco a los Cazadores! Si en esas miradas había sospecha, ahora se los he confirmado.»
Lo que más la hizo entrar en pánico no fue el haberse descubierto como miembro de los Cazadores. No. Fue un trozo de tela azul que, traidor, se desprendió de una de las púas de la cerca y flotó, parsimonioso y acusador, hasta detenerse a los pies de la familia. No había necesidad de oír las palabras que la condenaban. Aun así, las escuchó.
―Mira, Emma ―dijo su hermano―. ¿Lo reconoces?
La mujer asintió con brío, con fiereza.
―Era de la camisa de mi Fer...
―¡Vete! ―gritó Kimberly.
El grito logró arrancar a Jennifer del estupor en el que se había sumido. Tenía la llave entre los dedos. Corrió sin importar el dolor de su tobillo, olvidándose de su maleta. Kimberly y Katherine, al ver lo que Bellarosa pretendía, corrieron a abrir el portón (que no era la verja individual por la que ellos entraron) para que tuviera libre acceso a la calle.
―¡Que no escape! ―gritó alguien.
El resto sucedió tan deprisa que resulta imposible referir con exactitud todos los eventos.
Kim y Kate tiraban de las hojas del portón, una a cada lado, cuando alguien tomó del brazo a Katherine y la lanzó hacia atrás. La chica cayó al suelo y la hoja que abría empezó a cerrarse. Se escuchó un acelerón y un auto salió de retroceso a gran velocidad. El hombre empujó la hoja a modo de cerrarla y se quitó de la trayectoria del auto. Se oyó un fuerte golpe, la hoja del portón se combó, el coche cabeceó y salió a la calle dando bandazos. Se oyó un nuevo acelerón, y después un fuerte golpe: el auto había ido a chocar en un poste de luz que había en la esquina.
Los Recinos corrieron. Jennifer salió renqueante del auto, con la mitad del rostro ensangrentado y la mirada perdida.
―¡Corre! ―gritó la voz de una joven que se había salvado por los pelos de ser alcanzada cuando el coche cabeceó al impactar contra la verja.
La chica ensangrentada corrió. Corrió como alma que lleva el diablo, pero el diablo era más. Tropezó con su pierna mala y cayó. Los Recinos estaban casi sobre ella.
Una muchacha morena y la otra bronceada corrieron desesperadas, mientras gritaban desaforadas que la dejaran irse o algo muy malo iba a pasar. La una se colgó del brazo de un hombre y la otra se encaramó en la espalda del otro. Los hombres, poseídos de una fuerza extraña, se liberaron de las jovencitas sin ningún problema. Las chicas se levantaron y continuaron peleando. Fue en vano.
Al final, Jennifer Belrose, también llamada Bellarosa y la Gata, fue capturada. Mientras era atada y amordazada no dejaría de preguntarse por qué no había sacado ninguna arma de casa.
―¿Qué haremos con ella? ―preguntó alguien. A Jennifer le pareció que era un hermano de la señora.
―Nosotros somos cristianos ―dijo la señora de la familia, más relajada ahora que habían capturada a la asesina de su hijo―. Que la policía se encargue de ella.
A no muchos pasos de donde Bellarosa era retenida, dos muchachas se ponían de pie con brazos y piernas raspados. Habían comprendido que no podían luchar contra los adultos. Pero aún tenían las palabras. Era una esperanza tenue, que sin embargo era mejor que nada.
¡Tenían que hacerles entender que lo mejor para Aguasnieblas era que dejaran marchar a Bellarosa!
Eran las 15:46
ESTÁS LEYENDO
La voz ✔
Horror¿Qué es esa voz que habla directamente en sus mentes, dirigiendo sus actos y pensamientos, aterrándolos con promesas de muerte y dolor? Un grupo de cinco chicos son de pronto raptados, de uno en uno, por sujetos enmascarados que a ratos parecen mon...